La “deselección”
Una de las enfermedades más graves que ha
heredado la democracia es la del cansancio de los electores. Las elecciones,
una de las formas de expresión democrática, se han convertido en
“deselecciones”. He seguido con atención el lenguaje de los candidatos
presidenciales que han participado en todos los últimos procesos en América
Latina y sólo he encontrado una repetición angustiante. No quiero decir que los
electores ya no concurran a las urnas, no se trata de un crecimiento puro y
simple de la abstención, se trata de que los electores no van a elegir sino a
“deselegir”.
Una de las formas patentes de esta
“deselección” es la inclinación por la novedad. Candidatos o grupos “nuevos”
tienden a hacerse con los votos. No es, pues, una inclinación hacia la
izquierda o hacia la derecha lo que caracteriza los procesos eleccionarios en
nuestro continente; se trata de inclinación hacia la “novedad”, se trata de
“deselección” sustituyendo a elección.
La desconfianza preside a los electores. Una
fundada en la repetición de las ofertas incumplidas, una tolerable, admisible y
comprensible. Otra más peligrosa, una dañina, una que ve en el voto un esfuerzo
perdido o una inutilidad, una que atenta contra las bases mismas de la
democracia. La ola de la democracia continental siempre ha tenido inclinaciones
hacia un lado u otro, pero ahora no se trata de elegir a quien conduzca los
destinos de cada país, ahora se trata de no elegir a alguien. Entre nosotros la
democracia ha bajado de la línea horizontal de las mediciones hacia terreno
negativo. Ello ha conducido a un rebrote del populismo, mal entendido por los
“entrevistados predilectos” de la televisión que lo consideran unas ofertas
vacías, sin contenido. Eso no es populismo, eso es demagogia. El populismo es
otra cosa, una apelación a una masa endiosada a quien se proclama como la
suprema instancia y a la cual, al menos en teoría, se le otorgan todos los
privilegios. No pretendo entrar en disquisiciones sobre concepto de pueblo o de
nación, prefiero quedarme en que el populismo otorga una peligrosa especie de
“patente de corso” a una mayoría circunstancial. Rosanvallon lo ha dicho
meridianamente: el populismo es una forma patológica de la dimensión de la
desconfianza.
El populismo conduce al totalitarismo, pues
el poder omnímodo no requiere de ratificaciones, a no ser espurias. La
desconfianza transformada en “deselección” elimina la raíz de la convivencia,
pues la mayoría siempre tiene la razón, lo que es inexacto y aberrante. Los
regímenes de este tipo se limitan a guardar las apariencias en un mundo
absolutamente hipócrita y dominado por los intercambios comerciales. A Europa
le bastarán algunos signos exteriores de democracia para avalar a cualquier
gobierno que le permita hacer negocios. Es obvio que los derechos humanos son
los que más sufren con este brote populista y con estas “democracias” de signo
negativo que resultan de la “deselección”.
Para seguir utilizando la terminología de
Rosanvallon podríamos decir que una buena desconfianza le hace bien a la
democracia. Una mala la sepulta. He allí uno de los puntos cruciales a ser
analizados por una teorización adecuada de lo que debe ser una democracia del
siglo XXI. El liderazgo continental sigue repitiendo el lenguaje de la
democracia del siglo XX y, en muchos casos, un lenguaje cuartelario que apunta
hasta el siglo XIX. No se trata de ponerle adjetivos a la democracia, pues
bastantes ya le han endilgado. Se trata de reconceptualizarla. Y ello implica desde considerar lo que es una
elección hasta la forma misma de expresar la voluntad colectiva. La enfermedad
del populismo producirá más víctimas que la gripe aviar y aún nadie ha lanzado
al mercado un antídoto. Por una razón muy simple que recuerda la argumentación
de los medios radioeléctricos; estos aseguran que les dan a los televidentes lo
que quieren, lo que da “rating”; los políticos en campaña electoral piensan que
hay que decirle al pueblo lo que quiere oír. Ambas son flagrantes aberraciones.
Se ha dado como un hecho que un candidato conceptual, que hable con seriedad,
sin demagogia y con la verdad en la mano, simplemente no tiene chance de ganar.
Una programación televisiva de alta factura habituará a los televidentes a la
calidad y una campaña electoral manejada con conceptos, aunque se expliquen con
sencillez, deberá elevar la calidad decisoria de los electores empujándolos a
elegir y no a “deselegir”.
El concepto mismo de liderazgo está en
entredicho. También este se ha convertido en un concepto que está por debajo de
la línea de flotación, en el terreno de lo negativo. Brilla por su ausencia el
líder de la desconfianza buena, de la elección, de la normalidad psicológica de
un pueblo que decide sus asuntos en colectivo con pleno respeto por los
electores que se deciden a aplicar los principios de exigencia.
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