domingo, 9 de agosto de 2015

GRACIAS, FERNANDO CASTRO.

Hace ya tiempo que lo pienso; cinco años más o menos, cuando abandoné la co-dirección de Acción!MAD. Y alguna vez he escrito sobre ello, con motivo de la inauguración de un museo dedicado a Fluxus en Alemania. Pero ahora encuentro este artículo de Fernando Castro Flórez: "Bienalización y desactivación de la performance" publicado en input.es y no puedo por menos que alegrarme de que, al fin, alguien más lo diga. Estando muy de acuerdo con su análisis, creo que hay un factor que olvida y que es determinante en esa "degradación" del arte de acción: la enseñanza que se trasmite en las facultades de Bellas Artes y quienes la imparten, preocupados solamente por la inclusión del Arte de Acción en el territorio institucional del arte, y su propio ascenso en ese territorio.

Dicho esto, lo mejor es leer el texto de Fernando Castro: 

Performance en tiempo de la estética desechable

Negri señaló, en su magnífico libro La anomalía salvaje, que el pensamiento revolucionario tradicional fue a recoger del barro los estandartes de la burguesía: “¿Recogió otra cosa que barro? Viendo su historia, cabe preguntárselo”. Asistimos, en los últimos años, a una anómala recuperación del performance, con exposiciones de figuras históricas, desde Marina Abramovic a Yoko Ono, en los McMuseos de referencia o programaciones pretendidamente refrescantes en centros de arte que aparentemente desbordarían la lógica del gueto. El retorno de lo real performativo es, aunque sea en una clave perversa, contemporáneo del manierismo del reality show y de la invitación generalizada a que convirtamos nuestra vida en un “muro de obscenidades” y en una trama de narcisismo(s) inequívocamente insignificantes. Pasamos de la mirada presente del artista a la proliferación viral de los gatos en la red como si no tuviéramos otro destino que la regresión infantil (la deposición de la mirada ajena en una toma de conciencia anacrónica de la timidez perdida) o el patetismo (en una escalada de lo melodramático que hace que el efecto de verdad sean las lágrimas de cocodrilo).
“The Abramovic Method Practiced by Lady Gaga” (2013)
El conatus (valga la terminología para-spinoziana) performativo tendría que poner en marcha lo inaudito, mejor “hacer delirar lo real”. Más allá del sedentarismo teatral o de la disciplina musical, fracturado el marco pictórico al adoptar la dimensión de un territorio sobre el que dejar que las pulsiones gotearan y desmantelado el pedestal de la historia-monumental-estatuaria, tendríamos que haber experimentado algo que “se desencadena”, un ejemplo de suerte no intencionada. En la atopía del happening se trataba de provocar lo inquietante, definido por Alexander Kluge como algo que quiebra la costumbre y que “desde hace tiempo sé que es terrible. Un déjà-vu, en definitiva”. Esas acciones repentinas en las que parecía que podía ocurrir de todo debían vencer la rutina de los rituales artísticos aunque para ello tuvieran que marginalizarse o recurrir a procesos de mistificación en los que no faltaron lo pseudo-orientalizante, la parodia de las iniciaciones místicas o incluso la pretenciosidad “chamánica”. No faltó, como es bien sabido, una ración excesiva de tedio y una tendencia a generar la complicidad de los enteradillos. La paradójica recompensa de esa peregrinación ascética ha sido la entronización contemporánea de la gerontocracia performera.
Lo “inadecuado” del performance ha sido sometido a una serie de racionalizaciones, en el sentido freudiano, que inscriben en horizontes de sentidos cruzados aquello que, de otro modo, sería intolerable. Carlos Granes ha señalado que la última performance moderna fue Paradise Now de Living Theatre, que intentó poner en escena un estilo de vida que atentaba contra la estandarización de la vida occidental; los “herederos” de Artaud, tratando de poner en escena la vida en lo que esta tiene de irrepresentable, se encontraron por casualidad con Mayo del 68 para, al poco tiempo en Berkeley, descubrir que sus provocaciones al público no estaban a la altura de la revuelta estudiantil. La peripecia de esos hippies tratando de “favelizarse” en Brasil no llevó a la liberación de los oprimidos sino a una angustiosa proyección de sus fantasías sadomasoquistas. En la época de la producción del “hombre desechable”, verdadera chatarra, aquellos que no reciben nada a cambio de la violencia que padecen y sencillamente están de más, la pedagogía crítica del Living Theatre venía a concretarse como un double bind: voluntad de traducir una insurgencia pulsional que provocaba una “interpelación ideológica” en la que propiamente solamente se podía generar estupefacción y, al mismo tiempo, narcosis en la atmósfera de una desubicación presuntamente emancipatoria. La performance fue una estrategia de escape fabulosa al ofrecer a los artistas la ilusión de salirse de ellos mismos y de convertirse en otros cuando lo que acaso estaban encarnando era una forma desconcertante del despotismo ilustrado.
"Paradise Now" (1968), The Living Theatre
“Paradise Now” (1968), The Living Theatre
Ahora que tanto interés (más que economía del arte, mascarada curatorial) se tiene por el “arte -así llamado- útil” podríamos conjeturar que el performance tiene ciertos rasgos de estética desechable. Aquella mezcla, típicamente sesentera, de malestar cultural y desencanto, de osadía y torpeza deliberada, expandida como una insubordinación gratuita y sin fondo ha generado raros beneficios musealmente rentables. “En las democracias occidentales -apunta Carlos Granes con un tono tan lúcido cuanto recalcitrante-, poca diferencia existe hoy entre las performances más radicales y los flash mobs, las atracciones de discoteca, las denuncias antitaurinas, los espectáculos de las cantantes pop, las campañas para recaudar dinero en Facebook, los comerciales de televisión o varias formas de entretenimiento como el porno, el freak show, el reality, el rave, la casa de los horrores o una mezcla de todas las anteriores. La asfixiante insistencia de los mismos actos demostró a la larga que el cuerpo no comunicaba lo incomunicable, como pensaba Artaud. Las performances que volvían una y otra vez sobre los mismos movimientos, desplantes o estrategias demostraban algo bastante más mundano: que la osadía sin talento degeneraba en repetición”.
Tras unos años de situacionismo post-productivo (un modo como otro cualquiera de atemperar “relacionalmente” la deriva históricamente anti-artística y dar crédito a un neo-apropiacionismo tendencialmente plagiario) se consiguió engendrar al performer bienalístico como legítimo heredero de aquella “educación del des-artista” que Kaprow propusiera. Poco importa, aparentemente, que los eventos actuales sean una completa tergiversación del happening que se negaba a ser repetido, sacaba al público de su posición o renunciaba a cualquier tipo de ensayo. En la extraña exposición que sobre Alan Kaprow se hizo el año pasado en la Fundació Tàpies se asistía a una reactualización que funcionaba como una magnífica ideología del “traidor-traductor”, aunque en este caso la mala lectura, en términos de Harold Bloom, no producía ningún efecto poético sino meramente daba cuenta de un modo de la “angustia de las influencias”: el apofrades o retorno de lo reprimido. Agotado el potencial inquietante de la “performance delegada”, por ejemplo en la reiteración literalista de Santiago Sierra al convertir el fetichismo de la mercancía marxista en una burda jerarquía del capataz, ha surgido una modalidad de lo que calificaré como el performance citacionista. Si en la edición del 2013 de la Bienal de Venecia, Tino Seghal ganó el León de Oro con una serie de acciones coreográficamente anodinas y con cierto tono regresivo, en la propuesta actual de Okwui Enwezor parece que el “modo épico de la verdad” requiere de la lectura-político-performativa: Isaac Julien lleva, literalmente, al escenario El Capital de Carlos Marx.
“The Sinthome Score”, Dora García
Cuando la política no tiene ningún recurso simbólico y la represión funciona día a día como una contraviolencia preventiva, ciertos artistas vendrían a defender el potencial utópico de aquellos textos que estaban asociados a un “espectro que recorría Europa”. Ahora no es el comunismo sino el austericidio la “ley” de un tiempo desquiciado. ¿Qué sentido tiene citar o, mejor, re-citar a Marx o para qué se publican, al modo de un facsímil, páginas de El contrato social de Rousseau en el voluminoso catálogo de la Bienal de Venecia? La respuesta más sencilla sería la que vinculara esta escenificación pretendidamente crítica con el postureo compulsivo del hipsterismo. También podemos entender que aquí late un momento de verdad en la forma del espectáculo consumado de su fracaso. O incluso estamos tentados de leer estos actos recitativos como un neo-victorianismo, en la estela inconsciente de aquella “voluntad de saber” que Foucault describiera en el primer volumen de su Historia de la sexualidad. Puede que lo que hayan recogido, en vez del barro de la historia de la burguesía, algunos performers de la tradición post-vanguardista (algo que parece un oxímoron pero que dada la política expositiva que transforma lo antagónico en exvoto perfectamente climatizado) no sea otra cosa que los confetis de una fiesta en la que era posible colarse con total impunidad. Dora García, experta en lo “inadecuado” (subvencionado estatalmente), ha montado otro performance en esa línea cuasi-hegemónica del “citacionismo” solo que ha preferido yuxtaponer la lectura del seminario del síntoma de Lacan con un remake de coreografías de Pina Bausch o Trisha Brown. Una acción ejemplar o, por citar a Valcárcel Medina (uno de los grandes indisciplinados e intempestivos del arte en el tiempo de lo mercantilmente desechable), fascinantemente perogrullesca. En el número 4 de la revista Input, Dora García daba una respuesta sintomatológica a la pregunta de Juan José Santos sobre si El Capital se va a convertir en un mantra por obra y gracia de la lectura que se realiza en la Bienal de Venecia: “Debo confesar –dice sin rodeos la creadora fascinada, nada más y nada menos, por el Finnegans Wake– que no lo he leído. Aunque sé de lo que trata”. Fabuloso reconocimiento de la vaporización marxista y de la condición innecesaria de la lectura. Tenemos suficiente con el ritual recitador.
“Liberarse de un pasado molesto –vuelvo a citar a Negri- tampoco sirve para gran cosa si uno no se dedica al mismo tiempo al goce del presente y a la producción del futuro”. All the World’s Futures [título de la Bienal de Venecia 2015] nos recuerda, valga la paradoja, por medio de performances des-activados que el imperativo a “gozar del síntoma” se asienta en el olvido contemporáneo de la función estructurante de la Ley y de la Prohibición. Abundan performers doctorados en aburrimiento, capaces de colapsar cualquier atisbo de curiosidad, carentes de “poder de presciencia social”, incapaces de tener la empatía de los cantantes callejeros, reacios al entretenimiento popular. A falta de consignas que tracen el horizonte de algo mejor, tal vez se pueda tomar el megáfono para invitar no tanto a una misa cuanto a una revolución sin esperanza. Bertrand Ogilvie da por sentado que esto es contradictorio pero también tiene claro que no resulta fácil encontrar algo que no lo sea. La lectura que ha realizado Tania Bruguera de Los orígenes del totalitarismo, sometida a reclusión domiciliaria por el poder castrante (nunca mejor dicho) cubano, mientras se desplegaban los eventos de la Bienal de la Habana, funciona como un ejemplo contradictorio de nuestras “salvajes anomalías” cuando el performance es, al mismo tiempo, un desecho y un producto. Las brigadas que abrieron una zanja con gran estrépito junto a la casa-inquietante donde un libro materializaba el arte de la resistencia estaban, sin saberlo, dotando de una verdad inusual o inhóspita a un performance. En vez del barro de la burguesía, generaron las ruinas de la revolución.
“100 horas de lectura del libro «Los orígenes del totalitarismo»”(2015), Tania Bruguera

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