Hace ya tiempo que lo pienso; cinco años más o menos, cuando abandoné la co-dirección de Acción!MAD. Y alguna vez he escrito sobre ello, con motivo de la inauguración de un museo dedicado a Fluxus en Alemania. Pero ahora encuentro este artículo de Fernando Castro Flórez: "Bienalización y desactivación de la performance" publicado en input.es y no puedo por menos que alegrarme de que, al fin, alguien más lo diga. Estando muy de acuerdo con su análisis, creo que hay un factor que olvida y que es determinante en esa "degradación" del arte de acción: la enseñanza que se trasmite en las facultades de Bellas Artes y quienes la imparten, preocupados solamente por la inclusión del Arte de Acción en el territorio institucional del arte, y su propio ascenso en ese territorio.
Dicho esto, lo mejor es leer el texto de Fernando Castro:
Performance en tiempo de la estética desechable
Negri señaló, en su magnífico libro La anomalía salvaje,
que el pensamiento revolucionario tradicional fue a recoger del barro
los estandartes de la burguesía: “¿Recogió otra cosa que barro? Viendo
su historia, cabe preguntárselo”. Asistimos, en los últimos años, a una
anómala recuperación del performance, con exposiciones de figuras
históricas, desde Marina Abramovic a Yoko Ono, en los McMuseos de
referencia o programaciones pretendidamente refrescantes en centros de
arte que aparentemente desbordarían la lógica del gueto. El retorno de
lo real performativo es, aunque sea en una clave perversa, contemporáneo
del manierismo del reality show y de la invitación generalizada a que
convirtamos nuestra vida en un “muro de obscenidades” y en una trama de
narcisismo(s) inequívocamente insignificantes. Pasamos de la mirada
presente del artista a la proliferación viral de los gatos en la red
como si no tuviéramos otro destino que la regresión infantil (la
deposición de la mirada ajena en una toma de conciencia anacrónica de la
timidez perdida) o el patetismo (en una escalada de lo melodramático
que hace que el efecto de verdad sean las lágrimas de cocodrilo).
El conatus (valga la
terminología para-spinoziana) performativo tendría que poner en marcha
lo inaudito, mejor “hacer delirar lo real”. Más allá del sedentarismo
teatral o de la disciplina musical, fracturado el marco pictórico al
adoptar la dimensión de un territorio sobre el que dejar que las
pulsiones gotearan y desmantelado el pedestal de la
historia-monumental-estatuaria, tendríamos que haber experimentado algo
que “se desencadena”, un ejemplo de suerte no intencionada. En la atopía
del happening se trataba de provocar lo inquietante, definido
por Alexander Kluge como algo que quiebra la costumbre y que “desde hace
tiempo sé que es terrible. Un déjà-vu, en definitiva”. Esas acciones
repentinas en las que parecía que podía ocurrir de todo debían vencer la
rutina de los rituales artísticos aunque para ello tuvieran que
marginalizarse o recurrir a procesos de mistificación en los que no
faltaron lo pseudo-orientalizante, la parodia de las iniciaciones
místicas o incluso la pretenciosidad “chamánica”. No faltó, como es bien
sabido, una ración excesiva de tedio y una tendencia a generar la
complicidad de los enteradillos. La paradójica recompensa de esa
peregrinación ascética ha sido la entronización contemporánea de la
gerontocracia performera.
Lo “inadecuado” del performance ha sido
sometido a una serie de racionalizaciones, en el sentido freudiano, que
inscriben en horizontes de sentidos cruzados aquello que, de otro modo,
sería intolerable. Carlos Granes ha señalado que la última performance
moderna fue Paradise Now de Living Theatre,
que intentó poner en escena un estilo de vida que atentaba contra la
estandarización de la vida occidental; los “herederos” de Artaud,
tratando de poner en escena la vida en lo que esta tiene de
irrepresentable, se encontraron por casualidad con Mayo del 68 para, al
poco tiempo en Berkeley, descubrir que sus provocaciones al público no
estaban a la altura de la revuelta estudiantil. La peripecia de esos
hippies tratando de “favelizarse” en Brasil no llevó a la liberación de
los oprimidos sino a una angustiosa proyección de sus fantasías
sadomasoquistas. En la época de la producción del “hombre desechable”,
verdadera chatarra, aquellos que no reciben nada a cambio de la
violencia que padecen y sencillamente están de más, la pedagogía crítica
del Living Theatre venía a concretarse como un double bind:
voluntad de traducir una insurgencia pulsional que provocaba una
“interpelación ideológica” en la que propiamente solamente se podía
generar estupefacción y, al mismo tiempo, narcosis en la atmósfera de
una desubicación presuntamente emancipatoria. La performance fue una
estrategia de escape fabulosa al ofrecer a los artistas la ilusión de
salirse de ellos mismos y de convertirse en otros cuando lo que acaso
estaban encarnando era una forma desconcertante del despotismo
ilustrado.
Ahora que tanto interés (más que
economía del arte, mascarada curatorial) se tiene por el “arte -así
llamado- útil” podríamos conjeturar que el performance tiene ciertos
rasgos de estética desechable. Aquella mezcla, típicamente sesentera, de
malestar cultural y desencanto, de osadía y torpeza deliberada,
expandida como una insubordinación gratuita y sin fondo ha generado
raros beneficios musealmente rentables. “En las democracias occidentales
-apunta Carlos Granes con un tono tan lúcido cuanto recalcitrante-,
poca diferencia existe hoy entre las performances más radicales y los
flash mobs, las atracciones de discoteca, las denuncias antitaurinas,
los espectáculos de las cantantes pop, las campañas para recaudar dinero
en Facebook, los comerciales de televisión o varias formas de
entretenimiento como el porno, el freak show, el reality, el rave, la
casa de los horrores o una mezcla de todas las anteriores. La asfixiante
insistencia de los mismos actos demostró a la larga que el cuerpo no
comunicaba lo incomunicable, como pensaba Artaud. Las performances que
volvían una y otra vez sobre los mismos movimientos, desplantes o
estrategias demostraban algo bastante más mundano: que la osadía sin
talento degeneraba en repetición”.
Tras unos años de situacionismo
post-productivo (un modo como otro cualquiera de atemperar
“relacionalmente” la deriva históricamente anti-artística y dar crédito a
un neo-apropiacionismo tendencialmente plagiario) se consiguió
engendrar al performer bienalístico como legítimo heredero de aquella
“educación del des-artista” que Kaprow propusiera. Poco importa,
aparentemente, que los eventos actuales sean una completa tergiversación
del happening que se negaba a ser repetido, sacaba al público de su
posición o renunciaba a cualquier tipo de ensayo. En la extraña
exposición que sobre Alan Kaprow se hizo el año pasado en la Fundació
Tàpies se asistía a una reactualización que funcionaba como una
magnífica ideología del “traidor-traductor”, aunque en este caso la mala
lectura, en términos de Harold Bloom, no producía ningún efecto poético
sino meramente daba cuenta de un modo de la “angustia de las
influencias”: el apofrades o retorno de lo reprimido. Agotado el
potencial inquietante de la “performance delegada”, por ejemplo en la
reiteración literalista de Santiago Sierra al convertir el fetichismo de
la mercancía marxista en una burda jerarquía del capataz, ha surgido
una modalidad de lo que calificaré como el performance citacionista.
Si en la edición del 2013 de la Bienal de Venecia, Tino Seghal ganó el
León de Oro con una serie de acciones coreográficamente anodinas y con
cierto tono regresivo, en la propuesta actual de Okwui Enwezor parece
que el “modo épico de la verdad” requiere de la
lectura-político-performativa: Isaac Julien lleva, literalmente, al
escenario El Capital de Carlos Marx.
Cuando la política no tiene ningún
recurso simbólico y la represión funciona día a día como una
contraviolencia preventiva, ciertos artistas vendrían a defender el
potencial utópico de aquellos textos que estaban asociados a un
“espectro que recorría Europa”. Ahora no es el comunismo sino el
austericidio la “ley” de un tiempo desquiciado. ¿Qué sentido tiene citar
o, mejor, re-citar a Marx o para qué se publican, al modo de un
facsímil, páginas de El contrato social de
Rousseau en el voluminoso catálogo de la Bienal de Venecia? La respuesta
más sencilla sería la que vinculara esta escenificación pretendidamente
crítica con el postureo compulsivo del hipsterismo. También podemos
entender que aquí late un momento de verdad en la forma del espectáculo
consumado de su fracaso. O incluso estamos tentados de leer estos actos
recitativos como un neo-victorianismo, en la estela inconsciente de
aquella “voluntad de saber” que Foucault describiera en el primer
volumen de su Historia de la sexualidad. Puede
que lo que hayan recogido, en vez del barro de la historia de la
burguesía, algunos performers de la tradición post-vanguardista (algo
que parece un oxímoron pero que dada la política expositiva que
transforma lo antagónico en exvoto perfectamente climatizado) no sea
otra cosa que los confetis de una fiesta en la que era posible colarse
con total impunidad. Dora García, experta en lo “inadecuado”
(subvencionado estatalmente), ha montado otro performance en esa línea
cuasi-hegemónica del “citacionismo” solo que ha preferido yuxtaponer la
lectura del seminario del síntoma de Lacan con un remake de coreografías
de Pina Bausch o Trisha Brown. Una acción ejemplar o, por citar a
Valcárcel Medina (uno de los grandes indisciplinados e intempestivos del
arte en el tiempo de lo mercantilmente desechable), fascinantemente
perogrullesca. En el número 4 de la revista Input, Dora García daba una respuesta sintomatológica a la pregunta de Juan José Santos sobre si El Capital
se va a convertir en un mantra por obra y gracia de la lectura que se
realiza en la Bienal de Venecia: “Debo confesar –dice sin rodeos la
creadora fascinada, nada más y nada menos, por el Finnegans Wake–
que no lo he leído. Aunque sé de lo que trata”. Fabuloso reconocimiento
de la vaporización marxista y de la condición innecesaria de la
lectura. Tenemos suficiente con el ritual recitador.
“Liberarse de un pasado molesto –vuelvo a
citar a Negri- tampoco sirve para gran cosa si uno no se dedica al
mismo tiempo al goce del presente y a la producción del futuro”. All the World’s Futures
[título de la Bienal de Venecia 2015] nos recuerda, valga la paradoja,
por medio de performances des-activados que el imperativo a “gozar del
síntoma” se asienta en el olvido contemporáneo de la función
estructurante de la Ley y de la Prohibición. Abundan performers
doctorados en aburrimiento, capaces de colapsar cualquier atisbo de
curiosidad, carentes de “poder de presciencia social”, incapaces de
tener la empatía de los cantantes callejeros, reacios al entretenimiento
popular. A falta de consignas que tracen el horizonte de algo mejor,
tal vez se pueda tomar el megáfono para invitar no tanto a una misa
cuanto a una revolución sin esperanza. Bertrand Ogilvie da por sentado
que esto es contradictorio pero también tiene claro que no resulta fácil
encontrar algo que no lo sea. La lectura que ha realizado Tania
Bruguera de Los orígenes del totalitarismo,
sometida a reclusión domiciliaria por el poder castrante (nunca mejor
dicho) cubano, mientras se desplegaban los eventos de la Bienal de la
Habana, funciona como un ejemplo contradictorio de nuestras “salvajes
anomalías” cuando el performance es, al mismo tiempo, un desecho y un
producto. Las brigadas que abrieron una zanja con gran estrépito junto a
la casa-inquietante donde un libro materializaba el arte de la
resistencia estaban, sin saberlo, dotando de una verdad inusual o
inhóspita a un performance. En vez del barro de la burguesía, generaron
las ruinas de la revolución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario