Tanto
es así que de toda la música que escuché en la tienda de mi tío,
sólo recuerdo un fragmento de zarzuela: “Hoy las ciencias
adelantan que es una barbaridad”. (averiguar de qué zarzuela es el
fragmento) Mi presencia en la tienda respondía a la del mirón,
sobrino del dueño y chico de los recados, todo en uno, pero allí
aprendí a a velar mis primeras armas en el contacto con lo que por
entonces era el público y hoy, todo el mundo, llama el mercado. Allí
olí
a ozonopino y escuché zarzuela. Allí entraban las mujeres, miraban,
pedían, tocaban, se probaban, preguntaban y compraban o se iban.
Allí se recibía, se atendía, se mostraba, se servía, se elogiaba
y se vendía o se despedía. También entraban hombres, muchos de
ellos de los pueblos de la comarca, con encargos de vecinos que no
habían podido desplazarse. Tratando de recomponer mis primeros
encuentros de tercera fase con la publicidad y la mercadotécnia,
llego a la conclusión de que fue el dato de los encargos de los
vecinos que no podían desplazarse, el que dio
a alguien la pista para poner en marcha una operación comercial de
la que yo iba a salir marcado. Fue un verano radiante. Explosivo. De
calor, de acción, de experiencias, paisajes y personajes nuevos. La
operación era simple: bastaba recorrer todos los pueblos dentro de
la zona de influencia comercial y nombrar en cada uno de ellos un
“buzón”. Alguien a quien se dejaba un sencillo muestrario, que
recibía los pedidos y los hacía llegar por correo hasta “El Arca
Pañera”, que así se llamaba la tienda de mi tío, porque ya se
sabe que el buen paño en el arca se vende. En la trastienda del
Arca, se recibía el pedido, se seleccionaba la pieza, se medía, se
cortaba y se empaquetaba cuidadosamente. Se ataba, se lacraba con
precisión y luego se le unía una doble cartulina rosa y perforada
del servicio de Correos, con la que se enviaba contra reembolso.
Cada
día se enviaban decenas de paquetes: apilados con su envoltura
prieta, la cuerda fina, el lacre seco y entero, los sellos adornando
en filas multicolores y las dobles cartulinas rosa ondeando. Claro
que todo eso fue después cuando el plan se llevó a cabo y comenzó
a dar frutos. Primero hubo que realizarlo. Recorrer uno por uno más
de doscientos pueblos. Alguien me dijo una vez que la provincia a la
que pertenece el apartado rincón del mundo en el que estaba el Arca
Pañera, esa provincia es la que tiene más municipios de todo el
país. Nunca he confirmado el dato, pero me lo creo. Yo recorrí más
de doscientos. Incluyendo caseríos apartados, alquerías y
ventorros. Fue un verano brutal. (aunque parezca que ya se ha dicho,
no es cierto. Y además vuelve a traer al lector, a traerte lector,
al
plato fuerte de la historia: aquel glorioso verano.) Días de moto y
rosas. Días de pleno sol y plena vida que comenzaban temprano,
cuando la vespa de mi tío se paraba frente a la tienda, donde yo le
esperaba. A partir de ahí, cada día una excursión, una ruta, un
itinerario nuevo que incluía pueblos grandes y pequeños. Pueblos
recién regados que olían a sol y a tierra. Pueblos polvorientos o
semiabandonados que no olían a nada. Pueblos con chavales de mi edad
que corrían tras de mí en busca de las octavillas de colores que
repartía. Pueblos del valle, de las colinas y de la llanura.
Pueblos. Y octavillas. Resmas de hojas de colores en las que se
explicaban, con precios y ejemplos, las ventajas del Arca Pañera.
Octavillas que yo repartía de un extremo a otro de cada pueblo. Casa
por casa, puerta por puerta, aunque la puerta fuera de un establo o
un granero. Hasta en la puerta de la iglesia dejaba algunas
octavillas.
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