Yo
todavía era feliz. Estaba en la matriz. Al día siguiente Queca
tenía un exámen. Tim y yo subimos al monte que ahora es un museo de
la ciencia y
que yo recordaba había sido un camping. Luego dimos un paseo por la
ciudad y compramos libros. Tomamos un vermut y nos fuimos a esperar a
Queca al bar del muelle. Una mañana redonda. Decidimos ir a comer a
Santiago y Queca condujo por la carretera antigua. Cantábamos,
hacíamos bromas. Era una bonita camaradería. Seguíamos siendo
felices. Hasta que llegamos a Santiago. ¡Meigas, bruxas y demos! No
sé que fue lo que me corrió por el cuerpo. Imagínate la sacudida
de un orgasmo negativo. Algo que te paraliza y te vacía al mismo
tiempo. Ya no pude ni comer. Y a partir de ahí, la fiebre subiendo
sin parar, sudores, tiritonas, sed, diarrea continua, espasmos,
vómitos. Queca y Tim, y creo que hasta el bonsai, se desvivieron por
atenderme. Hasta un par de amigas de Queca, que comparten el piso con
ella, se sintieron preocupadas por mí. Ya sé que ésto no viene a
cuento, pero a veces un detalle sin trascendencia nos hace ver la
escena en toda su profundidad. Fue entonces, en medio de la fiebre,
del mareo y el frío cuando lo comprendí todo. Tenía
que volver a Madrid. Tenía que acabar lo que había empezado. La
huida había terminado. Al día siguiente, enfebrecido aún, subí al
coche y no paré hasta llegar aquí. Fue un viaje duro, agotador. A
medida que avanzaba por la meseta, me iba adentrando más y más en
el invierno. Cerca ya de Madrid, atravesé puertos con nieve y la
tormenta no iba a parar en toda la noche. Era el auténtico regreso.
Volvía al frío de donde había salido. Permanecí aún tres días
en cama, con la boca llena de calenturas y los labios desgarrados por
la fiebre, pero yo sabía que lo peor había pasado ya. Esto no eran
más que simples secuelas. Yo había intentado huir y algo muy
poderoso me lo había impedido. El aviso era inequívoco. Tenía que
seguir aquí y acabar lo que me había comprometido a hacer. Así de
claro es y no hay más que contar.
¡Hay
que ver lo mal que se lo montan algunos! Ellos solitos se lo componen
a su manera, y de lo más tirao, de una cagalera, van y sacan un
folletón. ¡Si no os comierais tanto el coco! Lo que pasó o dejó
de pasar está más claro que el agua. Ninguno quiso tragarse el
marrón y todos salimos de naja. ¿Y qué queríais, que nos
hubiésemos quedado allí, apechugando con aquel mal rollo? Yo por lo
menos salí pitando. Me largué a casa y pensé: pa eso están los
que ganan papeles. ¡que lo arreglen ellos! Por mi como si se la
picotea un pollo. Yo soy el que arregla el confesonario. Entonces me
puse a darle vueltas a la pelota y cavilando, cavilando, dije, tate
que con esta movida hay por lo menos una semanita sin currele. A
ninguno se le va a ocurrir volver a menear la mierda. Yo me piro al
mar. A Alicante, que hace buen tiempo de fijo. Metí un par de
gayumbos en el buga, enfilé por Valdemoro y me planté en alicante
ya mismo. Un tiempo de puta madre parriba. Yo siempre me lo hago de
campin porque se goza más. Y con buen tiempo, ni me veas. No paro.
Estoy to el día ciscando de un lao pa otro. Y mira que hice cosas
esos días. Si yo te contara. Comía dabuti, en un chiringo de la
playa, pescaito recién pescao. Y
unas coquinas que sabían a gloria. Por las noches jugaba al billar
con las nórdicas que estaban en el campin. Había una jai alemana
que quería que le enseñara a coger el taco. Yo con el rollo la
embracilaba y tal, pero no había punto. Porque como ella no largaba
más que en doiche, y yo no entiendo ni papa de los ladridos esos,
pues no me jalé un pimiento. Otra noche me fui al puticlú dal lao y
una puta senrolló conmigo. No sabía cómo explicarle a su hijo lo
que era una puta. Una prostituta decía la muy finolis. Y al pibe, en
el colegio, los tronquetes le daban la tabarra. Con lo jodios que son
los chaveas, seguro que le decían: eres un hijoputa, eres un
hijoputa. Bueno, pues pa que veas, cuando llevaba cuatro días allí
me entró un muermazo insoportable.
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