Un
hombre con barba cana de varios días, saca una caja de latón
brillante del bolsillo. La abre y la mantiene entre los dedos de la
mano izquierda. Con los otros dedos sostiene el papel de fumar
extendido. La mano derecha esparce el tabaco sobre el papel. Lenta y
exactamente. Los movimientos son ágiles y precisos. En pocos
segundos, el papel ha sido enrollado, la caja cerrada y guardada y el
cigarrillo prende en la comisura de los labios. Con igual precisión
y exactitud las manos manejan las cartas. La puerta se abre sin que
nadie levante la cabeza. Un joven entra y habla con uno de los
jugadores, que se queda en suspenso unos segundos. Parece a punto de
abandonar, pero enseguida hace un movimiento con la cabeza, como
queriendo alejar ese pensamiento. Sale el joven
y
la partida continua. Tras la pequeña, más que pequeña ínfima,
barra del bar, las teteras humean bajo una campana de latón
historiado. El camarero vigila los vasos de té sobre las mesas,
procurando que nunca estén vacíos. Fuera,
tras las grandes cristaleras, el viento empuja a los árboles que la
tardía primavera ha llenado de hojas verdes. Un grupo de mujeres,
cubiertas con velos, pañuelos y kaftanes, cruza la calle. En un
rincón del cafetucho las voces se despiertan. Suben de tono. Cuentan
y recuentan las cartas. La discusión se generaliza para acabar en un
estruendo de risas y protestas. Fuera, pocos metros a la izquierda,
el puente de Fatih une sus pilares con los restos de la vieja
muralla. El tráfico en esta zona de la ciudad es denso y sin
interrupciones. En la mesa de enfrente, un jugador, que también
estaba en el comedor, maneja con una mano las cartas mientras con la
otra pasa y repasa las cuentas de su rosario islámico. Mirando a
través de la puerta, bajo las grandes traviesas de hormigón del
puente, un minarete y una columna juegan a las paralelas. Pero
arriba, sobre las balaustradas, una farola de dos brazos se alza
victoriosa en la fuga vertical.
La
radio, un mueble grande y antiguo, emite lecciones de inglés a las
que nadie atiende. El pedigüeño conocido vuelve a cruzar
indiferente al tráfico. La radio emite ahora, sin solución de
continuidad, una lección de francés, ¿Vu comprís? Tan inatendida
como antes. El camarero trae más té. Las hojas del cuaderno van
cubriéndose de garabatos. Vuelvo en mi. Pago y me voy, porque
comprendo que la felicidad es un ser nadie en un cafetucho perdido de
Istambul.
De
vuelta al hotel, encuentro con mi pequeño amor y los otros
compañeros de viaje. Compartimos el güisqui y las risas forzadas,
pero todos sentimos que hay algo que no funciona. Y yo tampoco soy
capaz de explicar el desinterés por sus compras, sus cazadoras de
falso cuero, los falsos calcetines y niquis de Lacoste, los falsos
perfumes Chanel n.º 5, los baratos anillos bañados en símil plata.
Luego,
ya en la habitación, después de hacer el amor desangeladamente, me
descubro a mí mismo respondiendo que no, que no duermo, que sólo
estoy muerto.
A
la mañana siguiente salgo sigiloso de la habitación, consciente de
lo que dejo atrás. Extrañamente vacío y extrañamente liberado.
Ahora es otra música la que suena en otro café. Es la otra orilla
del Cuerno de Oro la que guarda metalúrgias y talleres navales.
Fundiciones y prensas, grúas y polipastos, astilleros, carpinterías,
fábricas de muebles. Barrios míseros bañados en basura y
desperdicios. Calles pinas, descampados inhóspitos y míseros.
Mezquitas pobres y recoletas. Silenciosas mezquitas donde los
turistas no son bien vistos y el personal afecto avisa enérgico: No
fotos. No mujeres sin velo. No ruidos. Mejor, no turistas. El grupo
de alemanes, al fin comprende y nos deja solos. Sin el ruido de
cremalleras de sus bolsas de viaje. Sin sus cámaras fotográficas de
repetición. Sin cuchicheos ni risitas sofocadas.
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