Y
no importa que las alfombras hayan sido sustituidas
por verde moqueta de oficina, porque los vitrales y las celosías
tienen el color y la forma exactas. Y la mezquita mira a La Meca,
hacia la gran piedra negra, en torno a la cual rezan los peregrinos.
Interiores de arabesco y lacería. Y la sutra del Corán ciñe las
paredes bajo la cúpula. Hasta siete veces siete sellarás tus oídos
y tus labios a las palabras profanas. Bajo los nombres sagrados de
los sucesores del Profeta. Ahora llueve porque Alá lo quiere y si
has caminado tanto que tienes la frente cruzada de sudor, el agua de
Alá sabe a fresca bendición que tú, peregrino de todas las colinas
de Bizancio, agradeces en el fondo de tu corazón. Quisieras ahora no
llevar en el bolsillo esas cuentas bastas y enfiladas que has robado
en la mezquita. Te queman en la mano mientras la lluvia mansa empapa
tus cabellos. Otra colina. Otro cementerio. Otro descampado lleno de
gatos, basura y balidos tristes de cordero atado. Un caballo suelto
busca su establo asustado por el griterío de los niños que, en
realidad, corren tras la cometa. En otros barrios, otros niños
arrastran otra cometa. Desde lo alto de esta colina, el cielo aparece
surcado de cometas. Cuatro, Cinco, diez vuelos ligeros, temblorosos,
sujetos al ovillo de lana trenzado sobre un palo. El tontito de baba
y apoplejía corre al frente del grupo. Los otros le siguen y se ríen
de su risa boba. Tiembla la cometa, tiembla el cielo y tiembla la
mano del fotógrafo, mientras posan los rapazuelos felices entre la
mierda estancada en la acera de este Gólgota ignorado y cotidiano.
Llueve otra vez y el agua empuja al transeúnte
hasta el mostrador donde sirven cerveza sin enfriar. Al fondo, el
cocinero pica cebolla y el rítmico golpeteo del cuchillo sobre la
tabla parece seguir el ritmo
de la música.
Por la puerta entornada se cuela un frío húmedo que
viene del mar. Tras el frío entra el mocito de la bandeja del té.
Y
cuando sale, la bandeja vacía sirve de improvisada cornisa bajo la
que resguardarse de la lluvia. Un cliente piadoso sale y cierra la
puerta. La música entonces cobra vida dentro del bar. Inunda las
mesas y el aire. Rebota en las paredes y golpea contra las
cristaleras que dan a la calle. El hombre que canta, emite un sonido
sostenido, lastimero y penetrante. En su garganta, moldea los finales
de cada frase con una lacería inimitable. Llueve suavemente pero sin
piedad sobre los viandantes. Sobre las gallinas que picotean en el
descampado. Sobre los escombros de una casa caída. Sobre la basura
acumulada durante semanas en el centro de la calle. Sobre las palomas
egoístas que se disputan el alero. Sobre los sucios gatos. Sobre
todas las colinas de Istambul llueve y la ciudad vuelve al mar.
Vuelve al agua a la que siempre perteneció. No hay salvación
posible. Las paredes de mortero, los adoquines de las cuestas, las
aceras, el fango del fondo de los charcos, bajo los coches aparcados
en equilibrio inestable, en los cascotes en los que es fácil
tropezar, en los escalones que bajan a los comercios situados bajo el
nivel del suelo, en las piedras que los niños se arrojan
inclementes. Allí donde no es lógico encontrarlas, están las
conchas marinas. Todo Constantinopla es cascajo marino. Amalgama de
fango y restos calcáreos. Valvas de todos los tamaños, enteras,
partidas, trituradas o reducidas a polvo, dan consistencia al
cemento, arman el hormigón y se incrustan en la brea. Son el
esqueleto real que sostiene la ciudad. Desde
lo alto de las colinas hasta la orilla del mar, los edificios, las
aceras, las tapias y todo lo que es construcción, no es sino fango
marítimo y valvas. Por eso el mar reclama sus pertenencias. Quiere
que la ciudad vuelva a su origen. Al fondo marino de donde salió. Y
si es cierto que el poeta tuvo alguna vez Asia a un lado y al otro
Europa, nunca pudo ser cierto que, allá a su frente, estuviera
Estambul.
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