jueves, 16 de marzo de 2017

POSTPRODUCCIÓN_19


      Y no importa que las alfombras hayan sido sustituidas por verde moqueta de oficina, porque los vitrales y las celosías tienen el color y la forma exactas. Y la mezquita mira a La Meca, hacia la gran piedra negra, en torno a la cual rezan los peregrinos. Interiores de arabesco y lacería. Y la sutra del Corán ciñe las paredes bajo la cúpula. Hasta siete veces siete sellarás tus oídos y tus labios a las palabras profanas. Bajo los nombres sagrados de los sucesores del Profeta. Ahora llueve porque Alá lo quiere y si has caminado tanto que tienes la frente cruzada de sudor, el agua de Alá sabe a fresca bendición que tú, peregrino de todas las colinas de Bizancio, agradeces en el fondo de tu corazón. Quisieras ahora no llevar en el bolsillo esas cuentas bastas y enfiladas que has robado en la mezquita. Te queman en la mano mientras la lluvia mansa empapa tus cabellos. Otra colina. Otro cementerio. Otro descampado lleno de gatos, basura y balidos tristes de cordero atado. Un caballo suelto busca su establo asustado por el griterío de los niños que, en realidad, corren tras la cometa. En otros barrios, otros niños arrastran otra cometa. Desde lo alto de esta colina, el cielo aparece surcado de cometas. Cuatro, Cinco, diez vuelos ligeros, temblorosos, sujetos al ovillo de lana trenzado sobre un palo. El tontito de baba y apoplejía corre al frente del grupo. Los otros le siguen y se ríen de su risa boba. Tiembla la cometa, tiembla el cielo y tiembla la mano del fotógrafo, mientras posan los rapazuelos felices entre la mierda estancada en la acera de este Gólgota ignorado y cotidiano. Llueve otra vez y el agua empuja al transeúnte hasta el mostrador donde sirven cerveza sin enfriar. Al fondo, el cocinero pica cebolla y el rítmico golpeteo del cuchillo sobre la tabla parece seguir el ritmo de la música. Por la puerta entornada se cuela un frío húmedo que viene del mar. Tras el frío entra el mocito de la bandeja del té.

      Y cuando sale, la bandeja vacía sirve de improvisada cornisa bajo la que resguardarse de la lluvia. Un cliente piadoso sale y cierra la puerta. La música entonces cobra vida dentro del bar. Inunda las mesas y el aire. Rebota en las paredes y golpea contra las cristaleras que dan a la calle. El hombre que canta, emite un sonido sostenido, lastimero y penetrante. En su garganta, moldea los finales de cada frase con una lacería inimitable. Llueve suavemente pero sin piedad sobre los viandantes. Sobre las gallinas que picotean en el descampado. Sobre los escombros de una casa caída. Sobre la basura acumulada durante semanas en el centro de la calle. Sobre las palomas egoístas que se disputan el alero. Sobre los sucios gatos. Sobre todas las colinas de Istambul llueve y la ciudad vuelve al mar. Vuelve al agua a la que siempre perteneció. No hay salvación posible. Las paredes de mortero, los adoquines de las cuestas, las aceras, el fango del fondo de los charcos, bajo los coches aparcados en  equilibrio inestable, en los cascotes en los que es fácil tropezar, en los escalones que bajan a los comercios situados bajo el nivel del suelo, en las piedras que los niños se arrojan inclementes. Allí donde no es lógico encontrarlas, están las conchas marinas. Todo Constantinopla es cascajo marino. Amalgama de fango y restos calcáreos. Valvas de todos los tamaños, enteras, partidas, trituradas o reducidas a polvo, dan consistencia al cemento, arman el hormigón y se incrustan en la brea. Son el esqueleto real que sostiene la ciudad. Desde lo alto de las colinas hasta la orilla del mar, los edificios, las aceras, las tapias y todo lo que es construcción, no es sino fango marítimo y valvas. Por eso el mar reclama sus pertenencias. Quiere que la ciudad vuelva a su origen. Al fondo marino de donde salió. Y si es cierto que el poeta tuvo alguna vez Asia a un lado y al otro Europa, nunca pudo ser cierto que, allá a su frente, estuviera Estambul.

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