Y
cuando ya, cansado de aquel sol, de la cara curiosa y asustadiza de
las viejas, y de las persecuciones de los chavales, veía que aún
quedaban muchas octavillas por repartir, los arbustos junto al
camino, los barrancos, la corriente del río y hasta los
estercoleros, aparecían nevados de aquellas hojas de tonos pastel,
verdes, azules, rosas, cremas y blancos. Luego iba en busca de mi tío
y abandonábamos el pueblo para comenzar otra vez en el de al lado.
Lo primero era localizar al “buzón”. Normalmente mi tío ya
tenía alguna referencia: el apoderado del banco, el sastre si lo
había, la tienda de tejidos, de ultramarinos o de zapatos, el
veterinario, el cartero o el dueño del único bar del pueblo.
Secretarios de ayuntamiento, maestros, dueños de cines o teatros,
carniceros, todo valía siempre que aceptasen la propuesta y
quisieran ganar unos duros. Mi
tío, alto, saludable y vocinglero, hablaba, gesticulaba, enseñaba y
convencía. Yo, mientras, recorría el pueblo de cabo a rabo
sembrándolo de octavillas. Creo que es imposible traspasar al papel
la cantidad y la intensidad de las emociones que experimenté
entonces. Haz un esfuerzo, querido lector. Al fin y al cabo, tú
también has sido niño alguna vez. ¿Recuerdas haber sentido el
viento en la cara, el sol en lo alto y la carretera que huye? Seguro.
Y recuerdas también el cansancio de las piernas en su postura
obligada. Y la quemadura del carenado de la moto en las pantorrillas.
Recuerdas las curvas y las recomendaciones de tu tío: no te muevas
nunca, inclínate cuando yo me incline y para el mismo lado. Y sobre
todo, no te sueltes nunca de mí. Recuerdas también los atardeceres
sangrientos, con el viento cada vez más fresco, que hace que tirites
sin querer. Los ojos llorosos, la garganta reseca, las manos, los
pies, las piernas y los brazos ateridos, allí pegado a las espaldas
de tu tío, con el alma llena de burbujas de champán y esperando a
que de nuevo amanezca y todo vuelva a comenzar.
Recuerdas
también los pueblos muertos a media tarde. El sol injusto de las
cuatro mientras tu tío espera sentado en el bar a la sombra de un
emparrado. Y las mañanas tiernas, cuando las mujeres barren y
friegan el portal, cuando riegan la acera y esparcen el agua del cubo
sobre el polvo del centro de la calle.
Recuerdas
los viejos sentados al sol sin ninguna curiosidad por esos papeles de
colores que tu regalas generosamente. Las sonrisas obsequiosas de los
“buzones”, las persecuciones inmisericordes de los otros niños,
sobre todo si eran más altos y fuertes que tú, las llamadas pícaras
de las niñas que gritaban: aquí, aquí, y se escondían en el
portal esperando que tu llegases con la carga multicolor. Recuerdas
el vino de pitarra de las comidas, los huevos fritos con tomate o
pisto, el queso de cabra metido en aceite, el jamón curado casero,
el lomo de jabalí conservado en manteca y las deliciosas sandías
frescas del postre. Todo eso lo recuerdas tan bien como yo. Nuestros
primeros encuentros con la publicidad y el mercadeo dejaron muescas
profundas en las tiernas almas infantiles.
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