lunes, 23 de enero de 2017

OPERACIÓN VÍDEO_18


Y cuando ya, cansado de aquel sol, de la cara curiosa y asustadiza de las viejas, y de las persecuciones de los chavales, veía que aún quedaban muchas octavillas por repartir, los arbustos junto al camino, los barrancos, la corriente del río y hasta los estercoleros, aparecían nevados de aquellas hojas de tonos pastel, verdes, azules, rosas, cremas y blancos. Luego iba en busca de mi tío y abandonábamos el pueblo para comenzar otra vez en el de al lado. Lo primero era localizar al “buzón”. Normalmente mi tío ya tenía alguna referencia: el apoderado del banco, el sastre si lo había, la tienda de tejidos, de ultramarinos o de zapatos, el veterinario, el cartero o el dueño del único bar del pueblo. Secretarios de ayuntamiento, maestros, dueños de cines o teatros, carniceros, todo valía siempre que aceptasen la propuesta y quisieran ganar unos duros. Mi tío, alto, saludable y vocinglero, hablaba, gesticulaba, enseñaba y convencía. Yo, mientras, recorría el pueblo de cabo a rabo sembrándolo de octavillas. Creo que es imposible traspasar al papel la cantidad y la intensidad de las emociones que experimenté entonces. Haz un esfuerzo, querido lector. Al fin y al cabo, tú también has sido niño alguna vez. ¿Recuerdas haber sentido el viento en la cara, el sol en lo alto y la carretera que huye? Seguro. Y recuerdas también el cansancio de las piernas en su postura obligada. Y la quemadura del carenado de la moto en las pantorrillas. Recuerdas las curvas y las recomendaciones de tu tío: no te muevas nunca, inclínate cuando yo me incline y para el mismo lado. Y sobre todo, no te sueltes nunca de mí. Recuerdas también los atardeceres sangrientos, con el viento cada vez más fresco, que hace que tirites sin querer. Los ojos llorosos, la garganta reseca, las manos, los pies, las piernas y los brazos ateridos, allí pegado a las espaldas de tu tío, con el alma llena de burbujas de champán y esperando a que de nuevo amanezca y todo vuelva a comenzar.
Recuerdas también los pueblos muertos a media tarde. El sol injusto de las cuatro mientras tu tío espera sentado en el bar a la sombra de un emparrado. Y las mañanas tiernas, cuando las mujeres barren y friegan el portal, cuando riegan la acera y esparcen el agua del cubo sobre el polvo del centro de la calle. Recuerdas los viejos sentados al sol sin ninguna curiosidad por esos papeles de colores que tu regalas generosamente. Las sonrisas obsequiosas de los “buzones”, las persecuciones inmisericordes de los otros niños, sobre todo si eran más altos y fuertes que tú, las llamadas pícaras de las niñas que gritaban: aquí, aquí, y se escondían en el portal esperando que tu llegases con la carga multicolor. Recuerdas el vino de pitarra de las comidas, los huevos fritos con tomate o pisto, el queso de cabra metido en aceite, el jamón curado casero, el lomo de jabalí conservado en manteca y las deliciosas sandías frescas del postre. Todo eso lo recuerdas tan bien como yo. Nuestros primeros encuentros con la publicidad y el mercadeo dejaron muescas profundas en las tiernas almas infantiles.

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