SEGUNDO
CAPÍTULO
Hoy
estoy triste. No puedo despegar de mi la realidad. Empiezo a entender
que la verdadera novela se escribe de espaldas a la realidad. Y yo,
hoy, no consigo apartarla de mí. Es algo que, al loco, le pasa desde
siempre. El loco es pacífico, pero hay días en los que le es
difícil apartarse de la realidad. Alguno de esos días, el loco
encuentra soluciones improbables, como pensar en Borges o irse a
dormir. Otros días escapa de la casa hacia algún perdido rincón de
alguna parte. El loco huye también por la tristeza. Siente un
extraño placer en estar triste. El placer del niño que se finge
enfermo para no ir al colegio. El loco niega la realidad, la miente y
se queda en sí mismo, dulcemente
enfermo de tristeza. Así es como no se escribe una novela. Y el
segundo capítulo es más difícil que el primero. Pero el loco
volverá. Cuando se le pase la tristeza. Baste dejar constancia de
que estuvo aquí.
Es
difícil para los demás entrar en la mente del loco. Pero para él
también es difícil salir. Lo que si está claro es que el loco
siempre vuelve. Le tiene querencia a estas cosas y siempre vuelve
para hacer de las suyas; así que, querido lector, nunca sabrás el
verdadero propósito de éstas líneas, a menos que seas capaz de
entrar en la cabeza del loco. Se
trata tan sólo de acabar el folio, para dar entrada a la realidad
que está asomándose a los ojos. Cuando es imposible escapar de la
realidad, lo mejor es agarrarse a ella. Tal como es; tal como nos
viene.
Puestos
en ello, no será malo tomarla en pequeños sorbos y a grandes
tragos. Sin dirigismos previos. Aquí no cabe el discurso lógico. Ni
el metalenguaje sobre ninguna pretendida novela. Sólo recibir lo que
se nos da en sábado. No se trata de escribir el sábado. Es ser el
sábado de lo que se trata. Vuelta al principio y huida hacia
adelante. ¿Qué otra cosa se puede hacer? También lo ininteligible
es necesario. Y en cuanto a la locura, ahí va lo siguiente: El autor
hace una reflexión sobre la mala
conciencia
de quien se sabe mal escritor y arremete contra el concepto del
posmodenismo y los que se sienten ridículamente seguros por haber
conseguido entrar en el “parnasillo literario circense” español
y no saben nada de la muerte. Cabe aplicar a la literatura la crítica
sartreana del psicoanálisis: no se trata de represión o de corte
epistemológico, sino de mala fe. El mal escritor sabe, de alguna
manera, que lo es, y tiene por ello una indudable mala conciencia.
Perseguido por su sombra,
ve como una amenaza
para él un tipo de autores que, como Poe, sabían demasiado bien lo
que era escribir. Dicen que Poe, en una sola noche, hizo 40 críticas
de las obras de todos sus contemporáneos: a ellos se los llevó el
viento y no queda más que un nombre, el de Poe. A los de aquí se
los llevará, sin duda, también el viento, como al sombrero de
Escarlata O’Hara, pero mientras tanto, ellos permanecen como algo
incómodo. Se sienten ridículamente seguros por haber conseguido
entrar, a base de adulaciones, en el “parnasillo literario
circense” español, y no saben nada de la muerte. Sin embargo
parece como si los que hoy atacan pertenecieran al dominio más
hard-boiled de la literatura española: Eduardo Haro Ibars y Alberto
Cardín. No sé si son, como se dice, posmodernos. Lo que sé de los
posmodernos me dice bien poco a favor de esta palabra.
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