miércoles, 25 de enero de 2017

OPERACIÓN VÍDEO_20


Esto es, su calidad. Lo que sé de los modernos me dice exactamente lo mismo. La única modernidad que nunca pasará de moda es la del suicidio -no por nada Jacques Rigault decía que le consolaba “lo infinitamente moderno que él era”- o la locura. Mi caligrafía tiembla al escribir ésto: es, sin duda, posmoderna. Mi conciencia parece un dragón. Creo que en definitiva, lo que cuenta es saber hacer bien lo que se pretende hacer, sean cualquiera su estructura o sus pretextos ideológicos. Y eso no se aprende en escuela alguna. Eliott era católico, Pound, fascista. La enorme tragedia del sueño sobre las espaldas del campesino. Que los gusanos devoren al novillo muerto. Frente a mí, un niño autista ríe al oir los ruidos de la cocina. Su sordidez secreta. Un hombre ya maduro, instalado en una silla de ruedas, golpea sin cesar su cabeza con la mano. Otro lleva la cruz de hierro sobre el pijama. Todos se ríen de nosotros. En las paredes hay nombres de dioses muertos: Varem, Icso, Yahvé, seguidos de una cruz a manera de breve y modesto epitafio. Mañana morirá otro loco. Las paredes absorberán el hedor de la tinta. Después de Lacan, ¿qué? ¿La tasa social sobre el fracaso? ¿El triunfo de Eduardo Haro Ibars, contento como un niño con zapatos nuevos por haber entrado en el “parnasillo literario circense”? ¿O el de Alberto Cardín, que, si no he leído mal su vasta obra dedicada a la erradicación de la tierra de Fernando Savater, tiene como singular paraíso artificial el comer muchas pastas? Sin duda, como decía Edwin Lemert en “La maggioranza deviante”, el paranoico tiene realmente perseguidores. En la televisión un niño gordezuelo, parecido al que imagino en mi guión sobre “La extraña historia del doctor Jekill y Mr. Hyde", canta el de la mochila azul: “El de la mochila azul / me dejó gran inquietud”.
Sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos, cedo al acoso del recuerdo. Luego me levanto, aderezo los órganos del muñeco, me dirijo finalmente al estanque de los patos, los contemplo chillar y pelearse entre sí. En cambio, ellos no me miran. Vuelta al pabellón: otro loco mastica su bata. Se les dice, injustamente enfermos. No, la locura es una reacción normal ante determinadas situaciones de jaque mate social o microsocial. Cualquier individuo reaccionaría de la misma manera ante parecidos estímulos. Y esto no es Lacan, sino Giovanni Jervis. Pienso en irme con él a Italia e intentar trabajar en este campo tan cercano a la poesía. Es una idea. Tengo conceptos muy claros acerca de la locura. Entiendo a todos los enfermos de por aquí, incluso a los más graves. Todo hombre es en sí un continente, no una isla. El deseo del hombre es deseo del otro. Por ello, cuando alguien cae, caemos todos con él. Por ello ninguna tragedia es concebible en solitario, llovida del cielo. Es más, la soledad es imposible: está plagada de fantasmas. Y viceversa, de mi tragedia, tu oscuridad emana. No eres un hombre, estás marcado por la oscuridad. Por no haberte arriesgado a perder el sentido, he aquí que careces de él. Lo dijo Derrida: “Todo poema corre el riesgo de carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo”. La literatura no es nada si no es peligrosa. Lo mismo que se arriesga el psicoanalista a depositar como un óbolo su razón en lo inconsciente, la literatura, que es la misma búsqueda, no debe protegerse. Si hay fallos en mi obra -particularmente lo reconozco a propósito de “El que no ve”-, tengo, sin embargo, la satisfacción de haber siempre considerado la literatura como un en-sí indiferente a su inscripción social -”el vicio radical estriba en la transmisión del discurso”-; es decir, en definitiva, como algo serio.

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