Esto
es, su calidad. Lo que sé de los modernos me dice exactamente lo
mismo. La única modernidad que nunca pasará de moda es la del
suicidio -no por nada Jacques Rigault decía que le consolaba “lo
infinitamente moderno que él era”- o la locura. Mi caligrafía
tiembla al escribir ésto: es, sin duda, posmoderna. Mi conciencia
parece un dragón. Creo que en definitiva, lo que cuenta es saber
hacer bien lo que se pretende hacer, sean cualquiera su estructura o
sus pretextos ideológicos. Y eso no se aprende en escuela alguna.
Eliott era católico, Pound, fascista. La enorme tragedia del sueño
sobre las espaldas del campesino. Que los gusanos devoren al novillo
muerto. Frente a mí, un niño autista ríe al oir los ruidos de la
cocina. Su sordidez secreta. Un hombre ya maduro, instalado en una
silla de ruedas, golpea sin cesar su cabeza con la mano. Otro lleva
la cruz de hierro sobre el pijama. Todos
se ríen de nosotros. En las paredes hay nombres de dioses muertos:
Varem, Icso, Yahvé, seguidos de una cruz a manera de breve y modesto
epitafio. Mañana morirá otro loco. Las paredes absorberán el hedor
de la tinta. Después de Lacan, ¿qué? ¿La tasa social sobre el
fracaso? ¿El triunfo de Eduardo Haro Ibars, contento como un niño
con zapatos nuevos por haber entrado en el “parnasillo literario
circense”? ¿O el de Alberto Cardín, que, si no he leído mal su
vasta obra dedicada a la erradicación de la tierra de Fernando
Savater, tiene como singular paraíso artificial el comer muchas
pastas? Sin duda, como decía Edwin Lemert en “La maggioranza
deviante”, el paranoico tiene realmente perseguidores. En la
televisión un niño gordezuelo, parecido al que imagino en mi guión
sobre “La extraña historia del doctor Jekill y Mr. Hyde", canta el
de la mochila azul: “El de la mochila azul / me dejó gran
inquietud”.
Sentado
en el suelo, con la cabeza entre las manos, cedo al acoso del
recuerdo. Luego me levanto, aderezo los órganos del muñeco, me
dirijo finalmente al estanque de los patos, los contemplo chillar y
pelearse entre sí. En cambio, ellos no me miran. Vuelta al pabellón:
otro loco mastica su bata. Se les dice, injustamente enfermos. No, la
locura es una reacción normal ante determinadas situaciones de jaque
mate social o microsocial. Cualquier individuo reaccionaría de la
misma manera ante parecidos estímulos. Y esto no es Lacan, sino
Giovanni Jervis. Pienso en irme con él a Italia e intentar trabajar
en este campo tan cercano a la poesía. Es una idea. Tengo conceptos
muy claros acerca de la locura. Entiendo a todos los enfermos de por
aquí, incluso a los más graves. Todo hombre es en sí un
continente, no una isla. El deseo del hombre es deseo del otro. Por
ello, cuando alguien cae, caemos todos con él. Por ello ninguna
tragedia es concebible en solitario, llovida del cielo. Es más, la
soledad es imposible: está plagada de fantasmas. Y viceversa, de mi
tragedia, tu oscuridad emana. No eres un hombre, estás marcado por
la oscuridad. Por no haberte arriesgado a perder el sentido, he aquí
que careces de él. Lo dijo Derrida: “Todo poema corre el riesgo de
carecer de sentido, y no sería nada sin ese riesgo”. La literatura
no es nada si no es peligrosa. Lo mismo que se arriesga el
psicoanalista a depositar como un óbolo su razón en lo
inconsciente, la literatura, que es la misma búsqueda, no debe
protegerse. Si
hay fallos en mi obra -particularmente lo reconozco a propósito de
“El que no ve”-, tengo, sin embargo, la satisfacción de haber
siempre considerado la literatura como un en-sí indiferente a su
inscripción social -”el vicio radical estriba en la transmisión
del discurso”-; es decir, en definitiva, como algo serio.
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