Don
Celso (@) “Menea”. Viejo y vicioso. Sacerdote. Atorrante capaz de
golpear con pies y manos y ensañarse, ya en el suelo, con un
desvergonzado imprudente de once años. Don Julio (otro). Inteligente
y frío. Sádico y (¿Hace falta decirlo?) cínico. Sacerdote. Don
Aniceto. Sacerdote. Director y, por tanto, viejo. Mofletudo
perro pachón. Maniático
antimarxista superviviente de la guerra. Famoso por sus bofetones y
por sus intentos de hacernos a todos curas. Don Julio (otro y van
tres). Química con manzanas y naranjas. Gordo y desconfiado.
Vendedor de abonos y piensos, además. Don Santiago (@) “Viti”.
Veterinario de pueblo. Sencillo y campechano. Puros huesos. Excelente
persona y pésimo docente. Don Rafael (@) “Zapatones”. Pintor y
extravagante. Primer y único de mis maestros al que he visto llorar.
Decíamos entonces, con esa casi inocente perversidad de la
adolescencia, que la profesora de inglés, que murió electrocutada
en la bañera de un hotel, era su amante. Don Hermenegildo (@)
“hermes”. Huesos y nariz con gafas. Antes había enseñado inglés
por correspondencia. A lo que consigo adivinar, desencantado del arte
y del negocio de la docencia. Don José Luís. Sacerdote. Místico de
la peor clase. La engolada. Don José Luis (otro). Aventuro con miedo
que, hombre de pueblo, pobre, entró en el seminario por necesidad
familiar, como tantos otros. Y como tantos otros se desacralizó en
cuanto las circunstancias fueron favorables. Don Guillermo (otro
también) (@) “Bigotini”. Fascista y buena persona. Alumno de
posguerra en un orfelinato para hijos de fascistas. Ex-boxeador.
Miope avaricioso que me entrenó en carreras de fondo. Con él conocí
Salamanca y Valladolid, los colegios mayores, un periódico y una
emisora de radio. Doña
Teresa. (R.I.P.) Recuerdo unas larguísimas piernas embutidas en
excitantes botas de cuero negro. Una ricahembra a la que no lloró
sólo el extravagante pintor. Pero dejemos en paz a los muertos. Doña
Pilar. Cursi mistinguett. Se emocionaba pensando que su mejor alumno y
su más distinguida alumna iban a iniciar un romance tan literario
como los cuentos que escribían y en los que ella veía ya futuros
laureles. Seca, fría y gramática todo lo demás. Don Cesáreo.
Cínico. Fascista. Filósofo de vermuts. Párkinsoniano y gorrón.
Amigo de corruptelas que se emocionaba cantando Maite “su” día
del director. Y de latín nihil. Don Julio (cuatro ya) (@)
“Tiralíneas”. Joven. Marmotero. Pintor y de pueblo. No aprendí
a dibujar porque es un don que se me negó, antes ya de nacer, pero
aprendí bastante. Doña Pilar (también). A lo que parece, los
ingleses, cuando licencian en su idioma, contagian todo lo demás.
Suma y sigue. Mario Alfares es un Pierre Menard perdido dentro de un
juego de espejos. Allí dentro, cada faceta refleja una imagen
diferente. No se trata de una única aventura. La multiplicidad
existe. Hay que vivirla. Aquí y en la
Santa Madre U.R.S.S.
Oficio
divertido si los hay. Oficio enamorado. Oficio andante. Ser mirón de
la vida. Ser boyer. Legal boyer autorizado. Mirón enamorado y
sonriente que pasa enamorando gente porque está de la gente
enamorado. Oficio oyente este de vivir para ver. Porque me place el
placer cotidiano del metro y de la plaza, de la acera, de tienda y de
ventana. Subir al autobús donde viajan la progre y el pasota, el
despistado, el hombre del diario, el conductor. Amar en un trayecto
corto y en otro … ser amado. Cruzar un paso cebra al alimón,
burlando al coche y al semáforo y en otro … ser burlado. Me gusta,
me entretiene y me divierte. Me apasiona, me chifla, me convence.
Vivir entre la gente y con la gente. Vivir enajenado. Con ellos me
vivo y me descubro. En ellos me reflejo y me rehago. Cada día mi
ración recojo de ojos, de pelos y de labios. De sonrisas, de luz, de
apretujones. De injurias y de agravios que como pescador me llevo al
puerto seguro de mi estudio. Oficio, vida, sensación, presagio. Es
todo lo que tengo y todo lo que hay. Es sólo realidad: las idas y
venidas, escaleras, pasillos y rellanos. El forro de la vida es el
boyer. Pero … ¡Ya es un ser algo!
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