miércoles, 15 de marzo de 2017

OTRO MUNDO ES POSIBLE

Sobre los límites de escala, la crisis de los grandes oligopolios y los cambios en la realidad productiva. Sobre la emergencia de redes distribuidas, el acceso a procomunes inmateriales y los modos de producción P2P. Sobre la minimización de la inversión y la maximización del alcance. Sobre sistemas productivos óptimos, adecuados a la dimensión comunitaria, sus relaciones y afectos. Sobre la transición desde el capitalismo a la abundancia a través de la Economía Directa.

Por Las Indias.

Si estudiamos la realidad productiva de los últimos treinta años, los cambios resultan asombrosos. Entre todos ellos, el más llamativo, el más inesperado, el que más contradijo la idea que de si mismos tenían los grandes sistemas económicos del siglo XX, no fue que el futuro fuera a estar lleno de ordenadores, teléfonos móviles y aparatos electrónicos. Eso aparecía ya en los años cuarenta y cincuenta en toda la ciencia ficción y el futurismo popular. Tampoco la globalización. La idea de un mundo unido por el libre comercio había formado parte del ideal liberal anglosajón desde la Era Victoriana; y desde la fundación de la Sociedad de Naciones en el periodo de entreguerras formaba parte de los objetivos declarados para el futuro de las grandes potencias anglófonas.
No, lo más chocante fue el comienzo del fin del gigantismo empresarial. Desde las empresas estatales de la URSS al naval y la metalurgia en Asturias, desde la minería galesa a la United Steel o las grandes compañías de automoción; aquellos grandes oligopolistas que habían sido el modelo de «empresa» del mundo industrial contemporáneo, dejaban de contratar, colapsaban, despedían a decenas de miles de trabajadores. No era solo la «deslocalización». Las nuevas plantas chinas o vietnamitas tampoco crecían indefinidamente. Mercados como el de los productos electrónicos se expandían año tras año y sin embargo las plantillas y capitales globales empleados reducían su volumen. Se habló de que las nuevas industrias intensivas en trabajo serían las de los servicios, especialmente aquellos servicios ligados a la nueva forma dominante del capital: las finanzas. Pero pronto los bancos y aseguradoras, que en el cambio de siglo daban empleo a cientos de miles de personas, empezaron a reducir plantillas. Hoy los grandes bancos avanzan una reducción de personal del 30% en la próxima década.

¿Qué había pasado?

Lo que había pasado era, efectivamente, asombroso. Tras la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. se había convertido en el gran proveedor del mundo. Al acabar la guerra el PIB norteamericano rondaba la mitad del PIB mundial. Beneficiándose de las necesidades europeas de reconstrucción y de unos tratados de paz que -sin llegar a la humillación de Versalles-, eran abiertamente asimétricos, las grandes empresas anglosajonas se globalizaron a gran velocidad. Un sueño para sus accionistas. Nada extraño para los economistas. En aquel momento, si marxistas, keynesianos y liberales estaban de acuerdo en algo, era en que las empresas podían -y de hecho tendían a hacerlo- crecer indefinidamente. Pero en los cincuenta era ya obvio que algo iba mal. En la URSS y los países del Este europeo siempre podía echársele la culpa a la arbitrariedad del sistema político o a los errores de los planificadores. Pero en EE.UU. la cosa era diferente. Y sin embargo, estaba ahí, presente e invisible como un elefante en una fiesta de la alta sociedad. El primero en darse cuenta fue un economista llamado Kenneth Boulding. Boulding apuntó que las empresas americanas estaban llegando a su límite de escala: el punto en el que las ineficiencias debidas a tener que gestionar un tamaño mayor no se compensaban por los beneficios de ser más grandes. Viendo la América de su época, advirtió además que las grandes empresas intentarían compensar sus ineficiencias haciendo valer su peso en el mercado y en el estado. Estábamos lejos del «too big to fall» («demasiado grande para caer») de la crisis de 2008, pero intuía ya que las macroempresas no dudarían en utilizar el poder que les daba emplear a decenas de miles de personas para obtener regulaciones a medida y monopolios más o menos disfrazados. La sobre-escala empresarial, advertía Boulding, podía acabar siendo un peligro para las dos principales instituciones de nuestra sociedad: estado y mercado.
Pero lo que vino fue aun más sorprendente. Las empresas apostaron por mejorar sus sistemas y procesos. Descubrieron que la información era importante, crucial, para no entrar en esa fase en que las ineficiencias crecían exponencialmente. Se hizo obvio además que la dimensión de empresa que era ineficiente para un mercado determinado pasaba a ser razonablemente eficiente para un mercado mayor. Resultado, emplearon todo su poderío en impulsar una rama de la tecnología que solo había brillado marginalmente en la gran guerra: la información. Al tiempo que con el mismo objetivo, en cuanto se dio la oportunidad, empujaron a los gobiernos a llegar a acuerdos comerciales y, sobre todo, marcos para el libre movimiento de capitales, pues la industria que había escalado más rápido y empezaba a dar señales alarmantes de ineficiencia, eran las finanzas. Mientras tanto, el campeón de la escala empresarial, la URSS y con ella todo el bloque soviético, colapsaba dejando al mundo atónito, en una demostración evidente de que el tiempo de maniobra no era infinito.
Una verdadera revolución, al servicio de la viabilidad de las grandes escalas en crisis, se puso en marcha en Occidente. Al resultado político se le llamó «neoliberalismo». Básicamente consistía en la extensión de acuerdos de libre comercio que ampliaban los mercados geográficamente. Una desregulación financiera que permitió el auge de la «financiarización» o ampliación de los mercados en el tiempo y una serie de rentas y monopolios para determinadas empresas que se aseguraban con regulaciones como el endurecimiento de la llamada «propiedad intelectual».
El resultado tecnológico se conoció como «Revolución IT», es decir Revolución de las Tecnologías de la Información. Pero venía con sorpresa. Por una serie de aparentes casualidades -que tenían que ver con la búsqueda de alternativas a los límites de eficiencia impuestos por los rígidos sistemas jerárquicos heredados del siglo anterior-, a finales de los sesenta la estructura de las redes que conectaba los grandes ordenadores de las universidades financiadas por Defensa tomó una forma distribuida. Lo que no hubiera supuesto un cambio radical, si una nueva rama -la informática doméstica-, no hubiera evolucionado hacia computadoras pequeñas completamente autónomas, los «PC’s». El resultado fue la emergencia en los años noventa de una inmensa capacidad de cálculo distribuida e interconectada fuera del tejido empresarial y gubernamental: Internet.

La revolución de las escalas

Internet trajo cambios profundos en la división del trabajo, que se solaparon con la reducción de escalas óptimas que seguía operando, y modificaron los resultados sociales esperados de la deslocalización (que fue la primera tendencia de la globalización).
En los años noventa, cuando el «fin de la Historia» parecía ir de la mano con la consolidación de una nueva serie de gigantes industriales vinculados a la tecnología (Microsoft, Apple, etc.), el software libre, hasta entonces un movimiento subcultural, construye las primeras versiones de Linux. Linux es la «máquina de vapor» del mundo que está emergiendo: y al mismo tiempo, la primera expresión de una nueva manera de producir y una herramienta de transformación del sistema productivo. En los veinte años siguientes el software libre llegará a convertirse en la mayor transferencia de conocimiento y valor de la Era Contemporánea, equivalente varias veces al conjunto de la Cooperación al Desarrollo enviada desde la postguerra por los países desarrollados a los de la periferia.
El software libre es un bien público universal y -en una época en la que la infraestructura informática es una parte fundamental de cualquier inversión productiva-, una forma gratuita de capital. Disponer de un capital gratuito impulsó una reducción aun mayor de la escala óptima de producción. Pero también ayudó a hacer distribuidas las cadenas de valor de los bienes físicos con fuerte componente tecnológico. La globalización y la deslocalización habían repartido los eslabones de la creación de valor de miles de productos por el mundo (especialmente en países atrasados de la cuenca del Pacífico), pero todas esas cadenas se recentralizaban en EE.UU. y en menor medida en Japón, Alemania y otros países centrales, donde las grandes matrices (de Apple a Nike) ponían marca, diseño y marketing y atesoraban los beneficios de la propiedad intelectual. Disponer de la posibilidad del software libre fue clave para que muchas de esas cadenas se fueran «internalizando» en países como China, produciendo todos los elementos incluidos aquellos de mayor valor añadido.
El resultado inmediato: un desarrollo económico prodigioso; la mayor reducción de la pobreza extrema en la historia de la Humanidad; el mayor incremento de los salarios reales de la historia de China; la aparición de nuevos centros globales de innovación y producción en las ciudades costeras, que juegan con un conjunto de nuevas reglas que, nada sorprendentemente, incluyen una relajación extrema de la propiedad intelectual; y una reducción de escalas acelerada y sistemas y cadenas de producción y montaje que permiten un prodigioso aumento del alcance, es decir de la variedad de cosas producidas.

La Economía Directa

Mientras todos estos cambios se ponen en marcha en Asia, en Europa el modelo del software libre se multiplica en todo un espectro de sectores. Pronto aparecerán grupos que repliquen el modo de producir basado en el comunal («modo de producción P2P») en todo tipo de contenidos inmateriales -diseño, libros, música, vídeo- y de forma creciente, en el mundo de los servicios avanzados -finanzas, consultoría- y productos industriales -bebidas, maquinaria especializada, robots, etc.
Pero aun siendo el «modo de producción P2P» un horizonte fascinante para una transición desde el capitalismo a la abundancia, su impacto directo -cuántas personas viven directamente del comunal- es relativamente pequeño. Como en Asia, en Europa y EE.UU. el cambio estructural comenzará desde un espacio intermedio producto también del comunal digital: la Economía Directa.
Hacen Economía Directa todos esos pequeños grupos de amigos -por tanto una organización básicamente igualitaria- que: diseñan un producto que generalmente incorpora software y conocimiento libre en sí o en su proceso de creación; lo venden por adelantado en una plataforma de crowdfunding, haciendo innecesaria la financiación de un banco o de «accionistas»; lo producen en pequeñas tiradas de unos cuantos miles en una fábrica sin importarles que esté en China o al lado de su casa; y con el margen obtenido mejoran el diseño o emprenden la creación de un nuevo producto.
Hacen Economía Directa los dueños de un bar que invierten 10.000 euros en equipamiento y comienzan a producir cerveza en cocidas de 100 litros, o unas pocas decenas de miles de euros y pasan a poder preparar casi 1.500 litros cada 12 horas en producción continua (con lo que seguramente embotellen y comiencen a distribuir en su localidad y en redes de amantes de las cervezas artesanas). Y por supuesto, tendrán más variedades que la gran cervecera de su región, mayor calidad y una relación calidad/precio sensiblemente mejor.
Hacen Economía Directa la academia o el colegio que instala un MOOC o un Moodle para poder ofrecer servicios a sus alumnos durante el verano; los desarrolladores independientes de apps; la librería de rol que compra una impresora 3D y comienza a vender sus propias figuras; o la tienda de ropa infantil que comienza a diseñar y producir sus propios carritos, juguetes o bolsas maternales.
Todos ellos son productores de pequeña escala haciendo cosas que hasta hace poco solo grandes empresas o instituciones podían hacer. Todos tienen más alcance que el modelo de escala. Todos usan en alguna parte del proceso software y conocimiento libre, lo que reduce aun más sus necesidades de capital. Todos aprovechan Internet para llegar a bajo coste a proveedores y clientes, permitiéndose por ejemplo llegar a nichos muy dispersos geográficamente o encontrar proveedores muy especializados. La mayoría no tendrá que recurrir a bancos o inversores para financiarse, sino que usarán sistemas de preventa y donaciones en la red para conseguirlo. Y una parte de ellos utiliza la «commoditización» de la industria manufacturera y sus cadenas de producción flexibles para asegurar el proceso.
En su ordenación interna estamos, por lo general, ante modelos mucho más «llanos» y democráticos que los convencionales. Si las empresas tradicionales son autocracias o cuando menos aristocracias basadas en una jerarquía de mando y responsabilidad, la gran mayoría de proyectos de Economía Directa son «adhocracias» en las que las necesidades de cada momento configuran equipos y reponsabilidades. Esto cada vez es más así, incluso en los casos en que grandes empresas deciden apostar por hacer spin-offs y competir en el nuevo terreno. En vez de organigrama hay mapas de tareas, en vez de la famosa «participación en la gestión» emerge el tipo de metabolismo que caracteriza a cualquier grupo de amigos que hace algo «espontáneamente». Si el proceso legal no fuera todavía tan penoso, si no requiriese notarios e interminables trámites registrales, habría que decir que la forma natural de la Economía Directa es el cooperativismo de trabajo.

Conclusión

Pero nada de lo anterior es tan importante como el significado global de la Economía Directa en las posibilidades vitales de las personas. En Trabajo asalariado y capital, uno de sus trabajos más accesibles, Marx explicaba la trampa bajo los discursos que exaltan la movilidad social y la igualdad de oportunidades: el salario no puede llegar a convertirse en capital. O, mejor dicho, no podía… y es verdad que sigue sin poder en buena parte del mundo y en gran cantidad de ramas industriales. Pero estamos viendo algo tan chocante históricamente como la reducción a cero del coste de una parte especialmente valiosa del capital, la que materializa de forma directa el conocimiento (software libre, diseños libres, etc.). Y sobre todo vemos, casi día a día, cómo el tamaño productivo óptimo se acerca o llega, sector a sector, a la dimensión comunitaria.
La posibilidad de que la comunidad real, la basada en relaciones y afectos interpersonales, sea una unidad productiva eficiente, es algo radicalmente novedoso y su potencial empoderador está lejos de haberse desarrollado. Esto quiere decir que hemos tenido la suerte de vivir en un momento histórico en el que pareciera que toda la Historia de la tecnología, todos los azares sociales y políticos, hubieran confluido para dejarnos al alcance de la mano la posibilidad de desarrollarnos de un modo nuevo, al tiempo que aportamos autonomía a nuestra comunidad.
Hoy tenemos una oportunidad que no tuvieron las generaciones anteriores: transformar la producción en algo que se hace, que se disfruta entre iguales. Hacer del trabajo un tiempo que no esté separado por un foso de la propia vida, a la que el capitalismo sigue llamando, reveladoramente, «tiempo libre». Ese es el significado último de producir en común hoy. Ese es el rumbo inmediato de todo hacer emancipador. El punto de partida.

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