martes, 14 de marzo de 2017

POSTPRODUCCIÓN_17


      Ya no me molaban ni las dunas ni el paseo marítimo, ni las coquinas ni na. La mañana siguiente me levanté follao, como si me hubieran puesto un cuete en el culo, desarmé la tienda, la eché en el coche y me aburrí como un pulpo en to el camino de vuelta. Pa acabar de joder más la marrana, llegué a Madriz na más empezar la Semana Santa y todos los colegas se habían dao el piro o estaban chapaos en casa, así que muermo que venía yo y muermo que estaba el caldo, que muermazo más total. Pillé una caja de latas de cerveza, me enrosqué en mi queli y me puse ciego de priva. ¡La Hostia que ciego me puse! Como un piojo. Pero ves, tío, como yo no me como el coco, pues llegó el lunes y dije, ya estoy hasta el moño de tanto muermo. Me voy pal curro. Total, peor que esto no va a ser. Como dijo el otro, puesto el culo a las goteras, que llueva lo que quiera.




      Creo que no se trata de comerse el coco más o menos, se trata de saber qué nos ha traído de vuelta. Qué fuerza superior nos ha empujado de nuevo hasta esta habitación. Así que, oídme todos, no importa que creais en ello o no, no importa que cada uno de nosotros achaque su vuelta a cualesquiera oscura razón. Lo único que debe importarnos ahora es seguir adelante. Descubrir el camino futuro. Aunque para eso tengamos que seguir revolviendo en el pasado. Sé que hemos vagado sin rumbo, huido con imprecisión o creído que podíamos olvidarlo todo y descansar. Sé que los días que siguieron al alarido colectivo, estuvimos todos bajo la influencia de algo extraño. Algo desconocido que puede adoptar las formas más dispares. Una enfermedad, un hastío sin fin, o la amargura de la felicidad, como es mi caso. He huido, como todos, aterrado. He cogido un avión y he llegado a Estambul. He creído que estaba lo suficientemente lejos como para sentirme tranquilo. He compartido el viaje con un pequeño amor, y he creído poder olvidarme de todo.

      He subido a las colinas de Istambul y he visto el Cuerno de Oro, abajo, brillando entre dos nubes. He bajado hasta la orilla y he visto las colinas, arriba, brillando entre dos nubes sus perfiles minaríticos. He atravesado las calles de la miseria y los mercados repletos de verdura. Me he impregnado del olor a especias y carne de cordero crepitando en las brasas. He compartido mi mesa con dos policías y he llenado el estómago con un plato de judías. Sentado frente a un té, rodeado de bigotes, que se mueven al ritmo de palabras que no entiendo, he oído su música. Los sonidos de la radio, a mis espaldas, también incógnitos, me envuelven y ya nada es igual que antes. Ya no hay más he. No más yo. No más de dentro a fuera. Son sus voces, olores, sabores y colores. Suyo es el póker interminable y las risas. Y no extraño nada. El pedigüeño que echaron del comedor, entre risas compartidas, ha conseguido un cucurucho de algo comestible y atraviesa el tráfico sin mirar a ningún lado. Desde sus ojos, los ojos de los que me rodean, no soy nada. Sólo un extraño que escribe en un rincón. Una partida se deshace y otra comienza en la mesa de al lado. Alguno de los jugadores repite. La melopea de la radio peremniza sonidos de cuerda y flautas. Tres cabecitas peladas pegan la nariz al cristal y hacen sombra con la mano para ver al interior. Ya ni siquiera soy testigo. Los gestos son tan cotidianos que no necesitan fedatario. La vida no existe. Es sólo una sucesión inocua de gestos sin trascendencia. Y tampoco tiene sentido imaginarla. ¿Por qué imaginar lo que ya existe? ¿A cuento de qué imaginar que las caras son lo que son? No hay nada más que hombres jugando una partida de cartas después de comer. Si las sonrisas de triunfo están lastradas de dientes de oro, es sólo porque la cultura, la tradición, la costumbres, así lo exigen.

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