Ya
no me molaban ni las dunas ni el paseo marítimo, ni las coquinas ni
na. La mañana siguiente me levanté follao, como si me hubieran
puesto un cuete en el culo, desarmé la tienda, la eché en el coche
y me aburrí como un pulpo en to el camino de vuelta. Pa acabar de
joder más la marrana, llegué a Madriz na más empezar la Semana Santa y todos los colegas se habían dao el piro o estaban chapaos en
casa, así que muermo que venía yo y muermo que estaba el caldo, que
muermazo más total. Pillé una caja de latas de cerveza, me enrosqué
en mi queli y me puse ciego de priva. ¡La Hostia que ciego me puse!
Como un piojo. Pero ves, tío, como yo no me como el coco, pues llegó
el lunes y dije, ya estoy hasta el moño de tanto muermo. Me voy pal
curro. Total, peor que esto no va a ser. Como dijo el otro, puesto el
culo a las goteras, que llueva lo que quiera.
Creo
que no se trata de comerse el coco más o menos, se trata de saber
qué nos ha traído de vuelta. Qué fuerza superior nos ha empujado
de nuevo hasta esta habitación. Así que, oídme todos, no importa
que creais en ello o no, no importa que cada uno de nosotros achaque
su vuelta a cualesquiera oscura razón. Lo único que debe
importarnos ahora es seguir adelante. Descubrir el camino futuro.
Aunque para eso tengamos que seguir revolviendo en el pasado. Sé que
hemos vagado sin rumbo, huido con imprecisión o creído que
podíamos olvidarlo todo y descansar. Sé que los días que siguieron
al alarido colectivo, estuvimos todos bajo la influencia de algo
extraño. Algo desconocido que puede adoptar las formas más
dispares. Una enfermedad, un hastío
sin fin, o la amargura de la felicidad,
como es mi caso. He huido, como todos, aterrado. He cogido un avión
y he llegado a Estambul. He creído que estaba lo suficientemente
lejos como para sentirme tranquilo. He compartido el viaje con un
pequeño amor, y he creído poder olvidarme de todo.
He
subido a las colinas de Istambul y he visto el Cuerno de Oro, abajo,
brillando entre dos nubes. He bajado hasta la orilla y he visto las
colinas, arriba, brillando entre dos nubes sus perfiles minaríticos.
He atravesado las calles de la miseria y los mercados repletos de
verdura. Me he impregnado del olor a especias y carne de cordero
crepitando en las brasas. He compartido mi mesa con dos policías y he
llenado el estómago con un plato de judías. Sentado frente a un té,
rodeado de bigotes, que se mueven al ritmo de palabras que no
entiendo, he oído su música. Los
sonidos de la radio, a mis espaldas, también incógnitos, me
envuelven y ya nada es igual que antes. Ya no hay más he. No más
yo. No más de dentro a fuera. Son sus voces, olores, sabores y
colores. Suyo es el póker interminable y las risas. Y no extraño
nada. El pedigüeño que echaron del comedor, entre risas
compartidas, ha conseguido un cucurucho de algo comestible y
atraviesa el tráfico sin mirar a ningún lado. Desde sus ojos, los
ojos de los que me rodean, no soy nada. Sólo un extraño que escribe
en un rincón. Una partida se deshace y otra comienza en la mesa de
al lado. Alguno de los jugadores repite. La melopea de la radio
peremniza sonidos de cuerda y flautas. Tres cabecitas peladas pegan
la nariz al cristal y hacen sombra con la mano para ver al interior.
Ya ni siquiera soy testigo. Los gestos son tan cotidianos que no
necesitan fedatario. La vida no existe. Es sólo una sucesión inocua
de gestos sin trascendencia. Y tampoco tiene sentido imaginarla. ¿Por
qué imaginar lo que ya existe? ¿A cuento de qué imaginar que las
caras son lo que son? No hay nada más que hombres jugando una
partida de cartas después de comer. Si las sonrisas de triunfo
están lastradas de dientes de oro, es sólo porque la cultura, la
tradición, la costumbres, así lo exigen.
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