domingo, 5 de marzo de 2017

POSTPRODUCCIÓN_10


      Recapitulemos. ¿Qué tenemos hasta ahora? Polvo y pajas. Pero con menos materiales que esos Dios creó al hombre. ¿Y quién dice que no salió todo de una conversación en el Café Gijón? Así fue. Y aunque los otros autores se nieguen a reconocerlo ese es todo el secreto que encierra Operación Vídeo: Alrededor de una mesa, cinco personas se intercambian experiencias vitales, sueños e ilusiones. Escritores en ciernes, empleados de segunda en oficinas ministeriales de segunda, vendedores a domicilio, de los que ya quedan pocos, una secretaria ineficiente y soñadora que nunca lee el Hola, por definición; un publicitario quemado por el oficio y un personaje atrabiliario del que los otros contertulios tampoco saben mucho más. Esa es toda la trama. Lo juro. Fíjate si la gente le ha dado vueltas a las famosas ochenta y tantas páginas. La de conclusiones que se han sacado. La de acusaciones que le han hecho a quien meramente se limitó a poner el oído y trató de recordar luego lo dicho y escribirlo.

      Yo no voy mucho por el Café Gijón, pero de cuando en cuando me gusta respirar ese aire de croissants y tontería que allí se respira. Así empezaba la novela. Este es el verdadero, el auténtico y primigenio comienzo. Yo estaba sentado en una de las mesas del fondo. Ya que voy a chafardear, lo mejor es estar situado al fondo. Con las espaldas cubiertas por la pared y toda la fauna delante. A mi derecha, una mesa quedó vacía y me llamó la atención el gesto agresivo y excesivamente rápido con el que una mujer, de edad más que media, se abalanzó sobre la mesa. No llegaría al metro sesenta, el pelo teñido con unos más que vivos reflejos cobrizos, la cara breve y anodina, menuda de boca y de cuerpo. Con movimientos atildados se sentó, alisó la falda hasta más abajo de las rodillas, se miró los zapatos negros, de tacón bajo, y levantó la vista buscando al camarero con la expresión completamente serena. Aquella transformación, aquel cambio de actitud me llamó la atención. Uno es curioso por naturaleza y, a fin de cuentas, a lo que uno va al Café Gijón, es a eso. A ver la etología de los escritores. No lo pensé, pero enseguida supe que si aquella mujercita de extrañas reacciones tuviese un nombre, ese nombre no podía ser otro que ¡Exquisita de Excayola! A partir de aquí lo demás es fácil de suponer. De hecho, en principio pensé que la novela sería contar cómo me las ingenié, jueves tras jueves, para estar en el Café Gijón antes de que llegaran mis personajes. A quien y por cuanto tuve que sobornar para poder sentarme siempre en alguna de las mesas que rodean la suya. Contar lo de aquella vez que estuve a punto de echarlo todo a perder porque se me ocurrió que lo mejor era grabar sus conversaciones y luego reproducirlas. Estaba yo tan emocionado con mi invento que no me di ni cuenta de que “ellos” se habían percatado de la presencia del magnetofón y habían decidido hablar en voz baja. Por suerte, el ruido de las conversaciones y el tráfico que entraba por las abiertas ventanas del café, hizo que ni siquiera ellos se entendieran, por lo que debieron volver a usar el tono natural. Otras veces, y por aquello del disimulo, tuve que invitar a algunos amigos. El problema en estas ocasiones era que yo no podía estar al plato y a las tajadas. Ni escuchaba a mis contertulios ni escuchaba a los ocupantes de la mesa de al lado. Finalmente encontré que la mejor solución era sentarme en la mesa que queda delante de la suya, es decir, dándoles la espalda. Levanta menos sospechas. Además me permitía escribir a medida que ellos iban hablando. Luego, con retazos de lo que decían iba hilando la composición de su discurso, su peripecia vital, sus recuerdos y sus obsesiones. Y si la cosa quedó un poco deslabazada, como dicen los críticos, no se me culpe a mí. La vida es así. Los personajes son así y si no dan más de sí, reclamaciones al maestro armero.

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