Recapitulemos.
¿Qué tenemos hasta ahora? Polvo y pajas. Pero con menos materiales
que esos Dios creó al hombre. ¿Y quién dice que no salió todo de
una conversación en el Café Gijón? Así fue. Y aunque los otros
autores se nieguen a reconocerlo ese es todo el secreto que encierra
Operación Vídeo: Alrededor de una mesa, cinco personas se
intercambian experiencias vitales, sueños e ilusiones. Escritores en
ciernes, empleados de segunda en oficinas ministeriales de segunda,
vendedores a domicilio, de los que ya quedan pocos, una secretaria
ineficiente y soñadora que nunca lee el Hola, por definición; un
publicitario quemado por el oficio y un personaje atrabiliario del
que los otros contertulios tampoco saben mucho más. Esa es toda la
trama. Lo juro. Fíjate si la gente le ha dado vueltas a las famosas
ochenta y tantas páginas. La de conclusiones que se han sacado. La
de acusaciones que le han hecho a quien meramente se limitó a poner
el oído y trató de recordar luego lo dicho y escribirlo.
Yo
no voy mucho por el Café Gijón, pero de cuando en cuando me
gusta respirar ese aire de croissants y tontería que allí se
respira. Así empezaba la novela. Este es el verdadero, el auténtico
y primigenio comienzo. Yo estaba sentado en una de las mesas del
fondo. Ya que voy a chafardear, lo mejor es estar situado al fondo.
Con las espaldas cubiertas por la pared y toda la fauna delante. A mi
derecha, una mesa quedó vacía y me llamó la atención el gesto
agresivo y excesivamente rápido con el que una mujer, de edad más
que media, se abalanzó sobre la mesa. No llegaría al metro sesenta,
el pelo teñido con unos más que vivos reflejos cobrizos, la cara
breve y anodina, menuda de boca y de cuerpo. Con movimientos
atildados se sentó, alisó la falda hasta más abajo de las
rodillas, se miró los zapatos negros, de tacón bajo, y levantó la
vista buscando al camarero con la expresión completamente serena.
Aquella transformación, aquel cambio de actitud me llamó la
atención. Uno es curioso por naturaleza y, a fin de cuentas, a lo
que uno va al Café Gijón, es a eso. A ver la etología de los
escritores. No lo pensé, pero enseguida supe que si aquella mujercita
de extrañas reacciones tuviese un nombre, ese nombre no podía ser
otro que ¡Exquisita de Excayola! A partir de aquí lo demás es
fácil de suponer. De hecho, en principio pensé que la novela sería
contar cómo me las ingenié, jueves tras jueves, para estar en el
Café Gijón antes de que llegaran mis personajes. A quien y por
cuanto tuve que sobornar para poder sentarme siempre en alguna de las
mesas que rodean la suya. Contar lo de aquella vez que estuve a punto
de echarlo todo a perder porque se me ocurrió que lo mejor era
grabar sus conversaciones y luego reproducirlas. Estaba yo tan
emocionado con mi invento que no me di ni cuenta de que “ellos”
se habían percatado de la presencia del magnetofón y habían
decidido hablar en voz baja. Por suerte, el ruido de las
conversaciones y el tráfico que entraba por las abiertas ventanas
del café, hizo que ni siquiera ellos se entendieran, por lo que
debieron volver a usar el tono natural. Otras veces, y por aquello
del disimulo, tuve que invitar a algunos amigos. El problema en estas
ocasiones era que yo no podía estar al plato y a las tajadas. Ni
escuchaba a mis contertulios ni escuchaba a los ocupantes de la mesa
de al lado. Finalmente encontré que la mejor solución era sentarme
en la mesa que queda delante de la suya, es decir, dándoles la
espalda. Levanta menos sospechas. Además me permitía escribir a
medida que ellos iban hablando. Luego, con retazos de lo que decían
iba hilando la composición de su discurso, su peripecia vital, sus
recuerdos y sus obsesiones. Y si la cosa quedó un poco deslabazada,
como dicen los críticos, no se me culpe a mí. La vida es así. Los
personajes son así y si no dan más de sí, reclamaciones al maestro
armero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario