Por
supuesto, al final se descubre que todo es un falso montaje urdido
por el Consejo Supremo de la Literatura, que es la fachada tras la
que se esconde el Conde de Saint Eco. Y si la lógica es lo tuyo,
lector, en pura lógica, apaga y vete, que tu novela se ha terminado.
Veo
que, en contra de mi consejo sigues ahí, empecinado en encontrarle
un final a ésto. Pues bien, tú te lo has ganado. Antes del
verdadero final, antes de volver a la segunda parte de L. A., voy a
darte el final sin fin. La historia interminable. Quizás te parezca
fantástica, pero no lo será tanto si piensas que la televisión me
aburre muchísimo más desde que empezó esta historia. Y eso no es
nada fantástico, sino todo lo contrario. Es de un ramplón que
asusta, pero es verdad. Es un hecho palmario que abona la tesis de
unos cuantos extremistas. Pon atención porque después de ésta ya
no hay más. Esta
es la última y definitiva propuesta. Sostienen los que menos tienen,
que escribir es una batalla. Para ellos, Operación Vídeo es una
novela río, una novela culebrón, una sola, enorme novela que abarca
toda la vida. Victoria o muerte es el lema de esos fanáticos de san
ramón maría del valle inclán, que se reúnen en una taberna del
Callejón del Gato, la de los espejos, no; otra. Y comulgan con
cañas y patatas bravas. Así, lo que has leído y estás leyendo, es
sólo una primera entrega. La ínfima parte de la verdadera novela.
Por eso, león insaciable, no cierres tus fauces. No trates de
sacarle el regusto al bocado. Ya ves que es comestible y no hace
daño. Relamete con tu enorme lenguaza. Paseala por las fauces
peludas. Y espera un nuevo bocado. Y el próximo, y el de más allá.
Espera. Yo te los daré. Uno por uno, para que no te atragantes. Y te
los daré variados, y con distintos guisos. Te lo prometo. Pero
Espera. Espera. Por hoy no puedo decirte nada más. ¿No te parecen
suficientes cinco finales?
Ya
he dicho que L. A., estuvo encantador. Fue una comida de lo más
agradable. Desde el principio, acaparó la conversación y nos
introdujo en sus cuitas familiares, con tal gracia y ligereza, que ni
nos dimos cuenta de estar en el centro del drama. La voz ronca, las
manos en continuo movimiento, el flequillo chulesco, la cara afilada y
granujienta, como de eterno adolescente. L. F.,
había visto un día a Miguel Hernández. Era camarero camarero en el
bar que hay debajo de la agencia. Yo aquel día vi a Federico
García-Lorca. Por supuesto que exagero. Pero imagino el clímax que
era capaz de esparcir a su alrededor Federico, y digo que era el
mismo que L. A., expandió por aquella mesa, la tarde de verano que
nos reunimos por primera vez. Hablamos poco de la obra y mucho de su
familia, pero dijo que le había gustado. Le parecía un delirio. Y
no sé si por asociación de ideas o porque lo traía ya pensado, me
dijo que debía enviársela a Severo Sarduy.
Y me dió una dirección en París. L. A., escritor de familia de
escritor. Poeta, articulista, conocido y conocedor de la
inteligentza. Hombre con varios enanos, San Isidro de los renglones,
L.A., no sólo me dio la dirección de Severo Sarduy
sino también me proporcionó la dirección de una editorial de
Málaga y me animó encarecidamente a remitir los folios y citar su
nombre como referencia. Así mismo, como está, es publicable. Además
ahora las editoriales andan como locas buscando nombres nuevos. No
pude reprimirme. Cuando nos despedimos le di dos besos. Seguro que a
L. F., le extrañó, pero también estoy seguro que a L. A., le
pareció una forma muy adecuada de darle las gracias.
El
asunto entraba en una cuenta atrás irreversible. Como quien no ha
hecho otra cosa en su vida, me puse a escribir cartas. Y sin embargo,
tanta duda, tanta vacilación, me estaban diciendo que no iba por el
buen camino. Algo dentro de mí sabía que aquellas cartas no
llegarían a publicarse.
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