Escribirás
para tu propio placer. Eso dice el noveno de Esteban. Y añade que
ningún escritor ha logrado jamás complacer a lectores que no
estuvieran en su mismo nivel de inteligencia general, que no
compartieran su actitud básica ante la vida, la muerte, la política,
el sexo o el dinero. Y añade que el éxito más ramplón tiene una
cosa en común con una gran novela: ambos son auténticos.
Autenticidad.
Divino tesoro.
¿Y
quién puede ser auténtico en estos días de mixtificaciones y
posmodernidades? Siempre se supo que lo que no es tradición es
plagio.
Es
que ser auténtico es hacer una nueva mezcla con los mismo viejos
materiales.
Ese
si es un tema que nos interesa toca. ¿Qué hacemos con las citas?
Lo
que diga Savater, que de ésto sabe un rato.
Lúcete
Savater.
No
me refiero a los “rendez-vous”, sino a esas pocas líneas ajenas
que uno incluye con uno u otro propósito en el texto propio. Citar
es un arte, mancillado por la proliferación de incompetentes y
pedantes. Pero, ¿qué es lo que no hna mancillado o mancillarán
antes o después incompetentes y pedantes? La cita tiene sus enemigos
y sus devotos: como en tantos otros campos, de la política al amor,
la torpe práctica de los segundos es el argumento preferido que
manejan los primeros. Lo cual por cierto, no haced su diatriba tan
concluyente como ellos suelen creer. Como me gusta mucho citar -y es
una de las pocas cosas que creo hacer con tino y sé que hago con
gusto- he tropezado en bastantes ocasiones con los adversarios de las
citas. Algunos me reconvienen la manía por la vía del elogio
indirecto: “Pero si tu no tienes necesidad de esas muletas … ¿Por
qué no cuentas directamente lo que piensas o sabes, sin apoyarte en
nadie?” Cuando tengo ocasión de desarrollarla, la apología pro
domo de la cita que suelo formular es más o menos como sigue.
¿Por
qué citar? Hay dos razones: la modestia y el orgullo. Se cita por
modestia, reconociendo que el acierto que se comparte tiene su origen
y que uno llegó después.
Se
cita por orgullo, ya que es más digno y más cortés, según dijo
Borges (¿Me perdonarán la cita?), enorgullecerse de las páginas
que uno ha leído que de las que ha escrito. Lo mismo que el viajero
que habla de lo que vio en sus travesías, lo mismo que el cazador
exhibe las cabezas disecadas de sus mejores piezas, lo mismo que el
paseante junta las flores que ha encontrado en un ramillete y lo
ofrece a la persona querida, citar es otra forma de decir “no he
vivido en vano.” (en este caso, “no he leído en vano”) y
también “estaba pensando en ti”.
Nada
de esto tiene que ver con el afán de erudición pues la erudición
no es más que el polvo que cae desde una biblioteca en un cráneo
vacío, según el lapidario dictamen de Ambrose Bierce en su
“Diccionario del Diablo” (¡Santo cielo, otra cita más!). En el
trabajo del erudito,
sólo las citas son memorables; en cambio, quien sabe citar porque
también sabe escribir realza lo digno de ser recordado de su texto
con las citas que lo subrayan y acompañan. Por debajo del erudito,
que después de todo pertenece al más útil y respetable género de
filisteísmo, está el bobo, que cita sólo porque no sabe qué decir
y así llena espacio. ¡Y hay que ver cómo citan los bobos! No les saldría peor ni aún escribiendo por si mismos ...
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