Tengo
que copiarlo antes de que se me olvide: “Toda obra literaria tiene
dos aspectos: es historia, en el sentido que evoca acontecimientos y
personajes. Pero es simultáneamente discurso, ya que no son los
acontecimientos narrados los que cuentan, sino el modo que el
narrador hace que los conozcamos. La “historia”, pues, se
configura como un sistema de acontecimientos y personajes; el
“discurso” como el acto de comunicación del narrador.”
(considerar las repercusiones del párrafo sobre lo que antecede: si,
“historia” y “discurso” son inevitables en toda obra
literaria, ésto es una obra literaria, porque tiene historia y
discurso.) Estamos escribiendo una novela y sobre eso establecéis
una novela. En cuanto a lo que sucede, y sobre todo a lo que suceda,
tendrán que plantearse si no va siendo hora ya de pasar a la
historia y dejar los discursos. Pero el discurso es indejable.
(confirmar que ninguna autoridad a avalado el “indejable”) Hay
que dejar claro que para hablar sobre el tema ayuda mucho leer “El
nombre de la rosa” y “Las apostillas a El nombre de la rosa” de
Humberto Eco, y fiarse de José Ramón Sánchez Guzmán cuando cita
la revista “Comunications” nº8, Artículo de T. Todorov: Les
categoríes du récit litteraire; en su libro “Introducción a la
técnica de la publicidad”. ¡Hay que ver lo que da de sí un
párrafo copiado! Está claro que se podría hacer una novela sólo
con párrafos copiados. O pensar que una novela sólo existe en el
mundo de los libros. En su mundo. Que un libro sólo hace referencia
a otros libros y que aquí vendría muy bien leer, releer y trileer a
Borjes. En cualquier caso ya hemos dado un paso fundamental, que para
el lectores de historias ha pasado desapercibido: hemos introducido
la publicidad. Son astucias del discurso, porque la publicidad tiene
mucho que ver con esta historia de nuestras vidas. De nuestras vidas
cotidianas. E nuestras vidas privadas. Todos los protagonistas de
“cómo escribir una novela sin tener ni idea” tienen que ver con
la publicidad. O dicho de otra forma: viven, a finales del siglo
veinte, en ese lejano país llamado España, y están tan sujetos a
la publicidad como tú, querido hindú, coreano, australiano que me
leéis. Y posiblemente tu primera experiencia con la publicidad fue
un bazar, o un escaparate, como la mía. Pero algunos de vosotros
tuvísteis mejores experiencias. Íbais una tarde cualquiera de
primavera por la calle comercial del pequeño y apartado rincón del
mundo donde vivíais. Silbábais o dábais patadas a las puertas,
mirábais los escaparates, y os peleábais porque fuera tuya o del
otro aquella espada brillante de hojalata. Luego, la puerta del
comercio se abrió con sonido de campanas y apareció un hombre
joven, simpático y altísimo que llevaba dos banderines encarnados
en la mano. ¡Eran
tan hermosos aquellos banderines! Como de caballero medieval o así.
Con un soporte niquelado de brillante metal. Con un cordoncillo de
trenzado amarillo. (¿qué pasa con los pareados cacofónicos y
trabalenguas) alrededor. Y con grandes letras blancas, bordadas sobre
el raso rojo. Aquel hombre joven os dijo que tendríais que pasear
los banderines como enseña por toda la ciudad; y explicar, a todo el
que preguntase, el significado de las letras bordadas, si queríais
ganar algún dinero. Como en una nube pasásteis y repasásteis las
calles céntricas y los apartados rincones. Orgullosos portábais la
enseña. Y más orgullosos aún, ebrios de saber suficiente,
explicábais a los sorprendidos conciudadanos, el significado de las
siglas: la muy vieja, muy tradicional y muy conocida casa de comercio
del señor Eusebio González se modernizaba. Habían llegado los
hijos aportando sangre nueva a la empresa. Nuevas ideas y nuevos
métodos. Ahora se llamaban EGYCSA, que quería decir Eusebio
González y Compañía, Sociedad Anónima. Y esa era precisamente la
leyenda del banderín: EGYCSA.
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